Pensaba en voz alta, sentada junto a la chimenea del gran salón, donde había comido toda la familia hacía solo unas horas. Meditativa, se decía a sí misma, que esa noche díscola actuaba siempre de la misma manera: venía cargada de regalos y promesas de futuro, se le recibía con música, cohetes, comida y bebidas de lo más sofisticadas, para después acabar extenuados, y borrachos bailando la conga. Mira que habían pasado años, y siempre la misma historia: "esta vez sí, en esta ocasión íbamos a cambiar el mundo", y la verdad es que era cierto, pero a veces se cambiaba a peor, y eso era un verdadero atropello. Conforme había pasado el tiempo se había dado cuenta del engaño con más nitidez, y hoy lo veía más claro que nunca. Desde que tenía memoria trataba de aprehenderlo, de sujetar cada segundo, cada minuto, cada hora y cada día. De no perderse nada de lo que la vida la ofreciera, aunque tuviera que tragársela a grandes bocanadas. Y lo único cierto es que ahora se daba cuenta de que se la tragó toda, a borbotones, con la mayoría de las promesas incumplidas, y cuando echaba la vista atrás le parecía que había transcurrido un siglo, pero por delante solo veía niebla. Es lo que tiene la naturaleza, que cuando nos arroja a la vida, nos coloca un emisario del dios Cronos, un reloj de arena, siempre colocado en la misma posición. La arena de forma inexorable, por la fuerza de la gravedad va cayendo a ritmo lento primero, o eso creemos, y después a velocidad de vértigo, y sin embargo solo es producto de nuestra imaginación, el tiempo no cambia y la velocidad siempre es la misma. Y un año más, como ilusos volvemos a caer en la trampa, de nuevo acogemos esperanzas imposibles, pedimos tiempo al tiempo, una pausa para respirar, mientras la arena indolente, ajena a nuestras pretensiones de adolescente, sigue bajando lenta y pausadamente, como siempre. Se arrebujó en el sillón, con los pies doblados sobre el cojín, abrió el libro que estaba leyendo desde hacía unos días, mientras el teléfono no paraba de anunciar mensajes nuevos, decenas de amigos y familiares abducidos por la euforia del momento, mandaban misivas llenas de bonitas imágenes y mejores deseos. Leía un libro de filosofía griega, y se quedaba asombrada por la rabiosa actualidad del pensamiento de estos sabios a pesar del tiempo que los separaba. Los conocimientos científicos de aquel entonces y los de ahora estaban separados por un verdadero abismo, pero la explicación del universo, de la naturaleza humana y de la conducta no podía ser más fina y acertada. Era plenamente consciente de que nunca entendería la teoría de la relatividad, ni la física cuántica, o la relación espacio tiempo, pero si comprendía con toda claridad, que todo lo importante sucede en este momento, justo en este, con uvas o sin ellas, con o sin brindis, lo que hiciera hoy era lo único importante.

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