Carta del Director/Luz de cobre

El IVA cultural y el Hospital Provincial

No voy a entrar en quiénes han sido los culpables del deterioro. Rompo una lanza por quienes lo restaurarán

Una ciudad son sus edificios emblemáticos, aquellos que han formado parte de la historia cotidiana de las gentes que la han habitado. Un monumento alberga en su interior, como prisionera, la vida de siglos y siglos. Es una especie de calendario perpetuo que ve pasar el tiempo. Alegrías, tristezas, esperanzas, sueños, desengaños... Un pequeño mundo capaz de hablar a poco que tengas cierta sensibilidad y sepas escuchar las palabras que se deslizan por cada poro de las paredes que lo conforman.

El Hospital Provincial de la capital, en pleno casco histórico, es uno de ellos. Una joya arquitectónica, que hasta hace no muy poco era un referente sanitario de la provincia, casi único, y que el desarrollo, el crecimiento y la generación de nuevas necesidades sanitarias, lo dejó anclado en el pasado, aunque sin perder ni uno solo de los encantos arquitectónicos que alberga en su interior.

No voy a entrar, ni quiero, en quienes han sido los culpables del mal y deteriorado estado que se encuentra. No es el caso. Aquí busco romper una lanza en favor de la Diputación, del Ayuntamiento y del Ministerio de Fomento y en como han sido capaces, en especial la primera, en un tiempo razonable de buscar los argumentos suficientes para que el Estado apueste por su rehabilitación y el viejo centro sanitario recupere el lustre y el esplendor que jamás debió perder.

Vivimos en una ciudad que no cuenta con un número excesivo de monumentos. Al contrario. Quizá por ello hay que valorar, en la medida de lo posible, ser capaces de recuperar y mantener aquellos con cierto valor, aquellos que por su ubicación geográfica son un símbolo, un referente para los vecinos que cada día pasan por su alrededores y contemplan, con dolor, como el deterioro se abría paso en unas instalaciones atractivas y muy útiles. Unas instalaciones que, una vez rehabilitadas como espacio social y de encuentro de un casco histórico que pide a gritos recuperar la vida, la grandeza, el lustre y la plenitud que todos deseamos, lo engrandecerán.

Nutrir de vida el edificio es invitar a la ciudad y a los que en ella habitan a darse un festín en un restaurante de tres estrellas. Es ofrecer mesa y mantel a los que cada día escriben una y mil historias que el tiempo, quién sabe, borrará o se mantendrán vivas por siempre. No hay, por tanto, mejor inversión y una noble forma de gastarse el dinero, -en este caso diez millones de euros-, que en recuperar el patrimonio de la ciudad, un patrimonio que es de todos y que nos envuelve cuando paseamos, al observar una exposición, sentados en una terraza en una tarde de primavera o, simplemente, cuando recorramos cada una de las piedras del edificio, conozcamos su historia y tratemos de retenerla para ahuyentar el olvido.

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