Metafóricamente hablando

Jirones de vidas rotas

La gente se apartaba con desdén, cuando no con manifiesto desprecio, salvo aquellos que las buscaban

Bordeando la montaña, como si la ciñera un cinturón de piedra caliza, se elevaba una muralla árabe que culminaba con un mirador sobre la bahía. Desde arriba podía observar la ciudad que se extendía bajo sus pies, primero se veían casas con terrados llenos de ropa tendida, paredes encaladas, palomares y casetas para perros, siguiendo un poco más abajo, se iban elevando edificios de distintas alturas, hasta lamer con sus cimientos la orilla del mar, como si estos se hubiesen derramado desde la cima buscando la frescura del agua. No pudo evitar un escalofrío, cuando bajó por la ladera que la separaba de la ciudad. Una calle, como una frontera imaginaria, separaba lo que había sido un "gueto", del resto de la población. Recordaba la palabra tabú y ese lugar desconocido, al que nadie decente podía acceder, donde se decía que habitaban los intocables, aunque más bien podría decirse "las intocables". De joven, veía a esas mujeres exageradamente pintadas: labios rojos, rayas negras sobre párpados verdes y un lunar en la mejilla, paseando por el centro, con su ropa ceñida y un bolso en la mano, llamando la atención de los transeúntes. La gente se apartaba con desdén, cuando no con manifiesto desprecio, salvo aquellos que las buscaban, ávidos de tomar sus carnes ajadas por unas cuantas monedas, comprando su pobreza y su hambre sin ningún tipo de escrúpulo. Después, esas mujeres desaparecían, como si se las hubiese tragado la tierra, allí en la ladera, en casuchas y cuevas arañadas en la montaña, sin calles asfaltadas, sin agua corriente, y sin alumbrado, se ocultaban del mundo que las rehuía con un falso pudor. Hoy no quedaban casas, ni mujeres, ni pena, el lugar se había vaciado. Sintió un nudo en la garganta cuando observó pequeños jirones de aquellas vidas rotas, que por despiste o indolencia, dejaron en pie las máquinas que destruyeron esos nidos miserables, que fueron hogar y refugio de sus almas solitarias, borrándolos de la faz de la tierra. Se podía ver una pequeña hornacina excavada en la piedra, quizá había albergado una vela para alumbrar las largas noches de invierno, o una virgen a la que rezar pidiéndole su amparo, un poco más lejos se veía lo que pudo ser un banco o el lecho frío y duro donde reposaban sus huesos cansados, un trozo de pared encalada, una chimenea derruida, retazos de vidas pasadas, que ni tan siquiera formaban parte del recuerdo colectivo de una ciudad de la que formaron parte, aunque ella las ignorara. Pensó si en el pasado, el Santo, que hoy vigilaba la ciudad desde la cima, un día fue de carne y hueso, y no pudiendo soportar tanta tristeza, su corazón había estallado en mil pedazos, convirtiéndose en piedra. La ciudad seguía dormida, y ella retomó la marcha, mientras a sus espaldas los jirones de vidas rotas, se erguían acusadores, como un museo al aire libre, de lo que nunca debió ser.

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