Mientras el mundo gira

Andrés Caparrós Martínez

Juan Solo (II)

Ha acertado. Arsenio contaba con que Clemente, era Ulises a esta hora de un día tan claro. Ahí lo ve frente a su viejo caballete, escudriñando el aire con el propósito de descubrir los matices de su invisibilidad para, si fuera capaz, encarcelarlos en el lienzo que, pincelada a pincelada, va convirtiendo en ventana a través de la cual los demás verán lo que sólo él ve, o quisiera ver: los colores del aire, y hasta los perfumes de la mar que trasminan desde los subacuáticos campos de posidonia donde también eclosiona la vida en primavera. El Ulises, no es buen pintor todavía. Probablemente, porque no puede serlo a tiempo completo. Ni querría. Clemente Solo no es una persona sola. Es su padre, al recordarlo serio o sonriente, silencioso a menudo. Es su padre, cuando mirando los caminos por los que las nubes iban o venían, o venteando los niveles de sal al respirar cuando atardecía, acertaba siempre en el pronóstico de cómo amanecería la mar. Es su padre, valiente en la hora decisiva del naufragio. También es su hermano, cuando lo imagina atento a los caminos por los que el viento riza y lleva a las olas, calculando su altura y el número de las que pasan ante sus ojos y se pierden en la lejanía azul del horizonte. Es, así mismo, su madre, en ese conmovedor arrebato que la empuja a la orilla en la Cala Serena con el farol encendido, incapaz de comprender que esa luz no sería suficiente para orientar a un barco ni para salvar una vida. En fin, Clemente no sabe bien cuántas personas hay en él. Pero pudiera ser, piensa a veces mientras persigue los colores del aire, que todos sus ancestros, que la humanidad que ha vivido antes que él, en él está; como lo está la que irá enlazándose y renovándose generación tras generación. De ahí su seguridad de ser una parte de la eternidad y, por eso, la eternidad entera. - Buenas tardes. - Buenas Arsenio - ve la furgoneta - ¿Vienes con prisa? - No suelo tenerla cuando bajo. ¿Qué tal lo llevas? ¿Dónde piensas ponerla? - Como todos por allí, sabe que en lo que pinta Clemente siempre hay una sirena reconocible o escondida entre las nubes que emigran, entre los brillos del agua, en el dibujo instantáneo que hace el fleco de la ola sobre la arena de la orilla… - Pues siéntate un rato - le indica dónde está la silla plegable que tiene prevenida para cualquier acompañante que sepa callar mientras mira. En las pupilas del Ulises hay avidez y sigilo. Acecha como el tigre a la gacela, no se sabe qué chispa de color o de fulgor, el destello sutil que marque el sitio exacto y el momento de un nuevo flechazo. Porque la sirena parece estar ahí, al alcance de su mirada ansiosa, de su pincel reiterativo y marinero. Pero, desaparece en un instante el suspense. Por culpa del cartero, probablemente. Aunque no se lo dirá. - ¿Qué, pesa mucho? - Creo que más de lo normal. "A ver cuando acaba" - piensa - "Ya no hay donde poner tanto paquete". - Si puede saberse, ¿qué te manda? - Cosas suyas y de nadie más. A Clementico, El Eterno y, El Ulises, no le gusta hablar de lo que no quiere hablar. Respetuoso, Arsenio guarda silencio. Sigue el pintor en lo suyo, algo distraído por la pregunta que se le ha hecho, y por las que él mismo se hace de vez en cuando: "¿por dónde andará? ¿Cuándo vendrá? ¿Llegará a tiempo antes de que ella se apague del todo?" Es verdad que ha envejecido mucho. Ve cómo tiembla la cuchara en su mano; o sus labios, levemente, cuando relampaguea el cielo y se le va la cabeza al momento angustioso en que el marido naufragó. Clementico es persona de pocas palabras, y no encuentra ninguna con la que calmar el miedo ansioso de la anciana madre.

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