El rayo de sol que comenzó a posarse sobre ella le produjo una suave sensación de calor invitándola a desplegar sus hojas. Lo hizo despacio, muy, muy despacio, de forma casi imperceptible, hasta que lució en toda su esplendor la primera flor de aquella esbelta silueta que se elevaba sobre un lecho verde y amarillo limón. Llevaba allí tantos años que no podía recordar, el origen de su familia en aquellas tierras se perdía en la memoria de los tiempos. Una leve brisa le arrancó un suave y delicioso perfume, que fue invadiendo cada rincón del jardín, hasta confundirse con el del azahar cuando las pequeñas ráfagas de aire movían las ramas de los naranjos que le rodeaban. Ambos aromas eran la codicia de los grandes alquimistas, que los buscaban para conseguir las esencias con las que fabricar los carísimos perfumes que nunca llegarían a igualar la sublime delicadeza con que la naturaleza les dotó. El color violeta de sus hojas contrastaba con el blanco y amarillo que rodeaba sus estambres. Debajo de la primera flor, las siguientes se apretaban contra el tallo engrosándolo y pugnando por salir, desplegándose en los días siguientes en todo su esplendor. Ella sabía que muchos las identificaban con un tiempo de dolor e incluso con la muerte, simplemente por el hecho de nacer hermosas en un momento inadecuado. Los cofrades llenaban los pasos de Semana Santa con sus flores y asimilaban a ellas una especie de tristeza que nada tenía que ver con su esencia. Nacían en el campo, en los jardines copaban los parterres compitiendo en belleza con las rosas, los pensamientos, las frecsias, e incluso con algunas azucenas que se atrevían a asomar, aun siendo temprano para ellas. Sin embargo, arrancadas de su lecho, arracimadas bajo los pies de una dolorosa, nadie veía ya en ellas su delicada finura, ni sentía su suave perfume, centradas como estaban todas las miradas en el corazón traspasado de una madre, que procesionaba bajo los atentos ojos de miles de personas acongojadas. Ella tenía una suerte inmensa, pertenecía a una familia de lirios silvestres que nacían en la orilla de un balate, rodeadas de "agricos" que formaban un lecho flores amarillas, sobre el que despuntaban sus tallos repletos de capullos color violeta. Sobre ellos, se alzaban los naranjos de verdes ramas cuajadas de hojas nuevas y de azahar, rodeados de laboriosas abejas afanadas en su labor polinizadora, llenando el ambiente de un zumbido sordo, de deliciosos perfumes y de un colorido más propio de la paleta de un pintor, que de la naturaleza en estado puro. Una mano la sacó de sus pensamientos, con suave ternura la sumó al ramo que en un jarrón de transparente cristal, fue depositado sobre aquel mueble de la abuela, bajo la ventana que se abría hacia el infinito paisaje del que formaba parte, y sobre el que iría deshojándose hasta volver a renacer un año tras otro.

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