Llegar a casa exhausto, con la miel de la derrota entre los labios. Los brazos ajados sobre la curvatura del cuerpo, despedazados; a veces, en cruz; otras, en jarra; pero siempre en posición, como un obús, esperando la orden para precipitarse sobre el vacío en busca de la mano tendida del otro. Aquí es el último ser humano quien proclama la parte de mujer que le pertenece, la parte del trigo y de las espigas que debe llevarse a la boca, el silencio que una vez más nos acalle al borde de la locura -pues sólo el silencio es quien nos redime y el tiempo quien nos juzga.

Acabar con los restos de tu cuerpo en casa. Con la piel a tiras, con la respiración entre cortada, jadeante, con los pulmones rendidos, amoratados y cárdenos de ti, amor; moviéndose trémulos, palpitando, tiritando en su habitual ejercicio de expirar el máximo posible de aire para oxigenar los músculos, para preparar la próxima contienda, para estar a punto para el próximo combate -no hablo de la guerra ni del conflicto. Hablo de la lucha, de la pugna en contra de nuestros demonios y de nuestros miedos que en la oscuridad de la noche vuelven a preguntar por cada uno de nosotros.

Llegar a casa cansado, sí, pero con los ojos inyectados en sangre, con el corazón por la boca, removiéndose, revolcándose, asaltando las regiones más íntimas; con los músculos agarrotados, con espasmos, con tirones, con agujetas, pero siempre en busca de la luz. Siempre en guardia para perseguir la mirada cómplice de aquellos a los que realmente quieres y amas. Los que siempre están, ahí, expectantes. Los que en silencio te esperan a pesar de los fracasos y del hundimiento. Los que siempre tienen algo que dar, a pesar de la podredumbre del hombre; los que siempre guardan una sonrisa para a ti, a pesar del mundo y de sus tórridas luces, las mismas que amenazan con volcar. Los que siempre tiene un sol amarrado entre sus manos.

Llegar a casa, sí, amor. Llegar y ver que aún queda un reducto en este dulce infierno que es la vida. Intacto, inquebrantable. Alzado al cielo y a las olas de tus brazos. Siempre alerta. Llegar a casa y ver que aún existe un imperio al borde de los labios que quiere ser descubierto, que desea ser abordado por el asombro y la luz, por la belleza y el milagro de tus pupilas, que está dispuesto a ser conquistado por el milagro y la belleza que nos asalta, como cuando es la ternura quien sale de casa a recibirnos.

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