MONTAÑÉS HOY

Era de estirpe aragonesa, lo que explicaría en parte su temperamento adusto, orgulloso y enérgico

En estos días se celebra una monumental exposición en el Museo de Bellas Artes de Sevilla que repasa la trayectoria de Juan Martínez Montañés, uno de los escultores más significativos de toda la historia del arte europeo. Una muestra que, para una ciudad tan endogámica como Sevilla, narcisista y ensimismada en los tópicos identitarios y estériles de su cultura tradicionalista, debería de servir para mirar con ojos nuevos -despojados de lugares comunes, anécdotas tontas y tics chovinistas- el legado inmenso de este artífice, contextualizándolo en la época y circunstancias en que le tocó desarrollar su labor. Montañés nació en Jaén, en Alcalá la Real, en 1568. Era de estirpe aragonesa, lo que explicaría en parte su temperamento adusto, orgulloso y enérgico, violento en ocasiones (estuvo en la cárcel dos años acusado de matar a un hombre), y propenso a cambios de humor. Se formó como escultor en Granada, en el tallar del también alcalaíno Pablo de Rojas. Ello explicaría el riguroso clasicismo renacentista de su obra, que no abandonaría nunca, y un cierto naturalismo italianizante por influencia de Miguel Ángel y Torrigiano, de quien admiró el célebre San Jerónimo de barro cocido. Desarrolló toda su carrera en Sevilla, creando y conformando su escuela escultórica. Falta un estudio exhaustivo, serio y riguroso, de su labor como arquitecto, pues contrató y diseñó casi todos los retablos para los que hizo esculturas, acaso los más avanzados de cuantos se ejecutaron en esa época en España por la eliminación de residuos medievales y platerescos, tanto en los ornamentos como en la composición general de huecos, vanos y proporciones. Hizo suyo el discurso del clasicismo manierista -tan ajeno a lo español- con una depuración formal felicísima, de fácil lectura y extraordinario equilibrio. Montañés fue, por tanto, retablista y escultor de imágenes religiosas para conventos e iglesias, no un imaginero barroco en el sentido interesado con el que, todavía en la actualidad, quiere etiquetársele. Su estela en Sevilla fue grande y, aún hoy, todo un sector dedicado al mantenimiento de la Semana Santa, incluyendo imagineros, cofrades, capillitas y demás especímenes decadentes, le invoca con frecuencia y le adora -sin sospechar su verdadera grandeza- como a un semidiós. Una mirada objetiva a su obra, ubicándola en su tiempo, basta para colocar en el estatus de la más pura irrelevancia artística a todos los seguidores que aún hoy sigue soportando.

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