Imaginario

José Antonio Santano Escritor

Machos

EL día se adorna con un cielo de color azul intenso. La ciudad comienza su ajetreo diario. Las gentes caminan deprisa. Se oye el claxon de un coche, el frenazo de otro y un sonido de cristales rotos sobre el asfalto; ningún herido. La vida continúa. Las tiendas del Paseo abren sus puertas.

Al otro lado de la ciudad, en el antiguo barrio, María se ha levantado muy temprano, como todos los días. Ha preparado el desayuno de Antonio, su marido, y de sus hijos Rosa y Juan. El marido se ha marchado al trabajo y María acompaña a sus hijos a la escuela. Luego se acerca al supermercado del barrio, compra el pan y la leche y vuelve a casa. Al abrir la puerta se encuentra a su marido tras ella. La mira fijamente a los ojos y la golpea con su puño derecho en la cara. María cae al suelo. Antonio, de pie y encolerizado, le propina una patada tras otra en el costado, en el rostro, las piernas; la coge del cabello y la arrastra hasta la cocina, y le grita, le grita como un poseso: Aquí es donde tienes que estar, puta. Te voy a matar. Unos segundos bastan. Antonio coge un cuchillo y le pasa su afilado filo por la garganta. María se desangra sobre el suelo de la cocina. Antonio deja el cuchillo sobre el fregadero, dirige sus pasos hasta el comedor, se sienta en el sofá, descuelga el teléfono y con voz pausada confiesa su crimen a la policía. La historia se repite. Su nombre aún resuena en mi cerebro. El nombre de María y el de otras muchas mujeres. Cada uno es un golpe seco en el pecho, una herida que sangra a borbotones, un dolor insoportable que no cesa ni de día ni de noche. Cada nombre es un grito, un llanto incontenible. Uno a uno veo sus nombres escritos sobre las gélidas lápidas de los cementerios. He contado las muertes una a una, y cada una de ellas es mi propia muerte.

No puedo concebir la indiferencia ante tanta barbarie. Callar es de cobardes. No hay anonimato que valga, sabemos quienes son los verdugos, dónde viven y trabajan, con qué amigos -¿deberían seguir siéndolo después de tanto horror?- conversan en el bar de la esquina, quienes son sus vecinos...

Los verdugos no dudan nunca y, como si la vida solo les perteneciera a ellos, disponen a su antojo de las ajenas; toman aquello que les apetece y abandonan o destruyen lo que les aburre. Ellos son el principio y el fin mismo de todas las cosas. Los demás no existen. Tan narcisos como cobardes siempre se esconden tras falsas caretas. Ellos, los nuevos mercenarios, los machos sanguinarios.

Atardece en los acantilados. La mar es un espejo de rostros y nombres. Todos están ahí, ahogados en su tragedia que es también la nuestra. En las profundidades marinas descansan para siempre.

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