Metafóricamente hablando

Mamá hay un monstruo en mi cuarto

Allí estaba él, como si de un ángel caído se tratase, abandonado al sueño sobre el sofá del salón. Tuvo plena conciencia que sería la última imagen que de él conservase. Tumbado boca arriba, asomando un poco de saliva por la comisura de los labios, con las manos sobre el pecho, nadie diría que estaba ante un verdadero monstruo. Trató de no hacer ruido, mientras esperaba la hora decisiva, con el fin de no despertarlo, habría sido lo último que hubiese deseado. Mientras, en su dormitorio cerrado por dentro a cal y canto, estaba su hija. Una niña adorable, que presa del insomnio, también esperaba el fin de la pesadilla con los ojos abiertos como platos, con la irada fija en un punto situado en el infinito y el corazón encogido por el pánico. Solo unos días antes, ella habría mirado embelesada el bello rostro de su marido, arrobada por la ternura que le inspiraba, sin embargo ahora, una vez bajada la cremallera dl disfraz y asomado el reptil que encerraba dentro, tenía que cerrar los ojos para no dejarse llevar por el pánico y la ira. Cuando se divorció, pensó que el mundo se le había caído encima, sola y con una niña de corta edad, había perdido la capacidad de reír, de creer en el futuro, el miedo la paralizaba por la noche, impidiéndole el sueño. Fue conocerle y todo cambió, se sintió amada como nunca, su hija lo adoraba, y él mostraba hacia ella tal amor, que pensó que debería haber sido su padre. Nunca observó nada raro, muy al contrario, la niña mostraba más afecto hacia él que hacia su madre, prefería que fuse el quien la arropase por las noches, le leyese un cuento, y quien ahuyentase de su cuarto los típicos monstruos infantiles que perciben los niños antes de abandonarse al sueño. Fue más tarde, cuando ella creció y comenzó el instituto, cuando comenzó a encerrarse, a cerrar con el cerrojo las puertas del baño y de su dormitorio. Nada raro, por otra parte, entendió su madre, la adolescencia era una edad complicada, era lógico que buscase su propia intimidad incluso dentro de hogar. Él por su parte, no había cambiado desde que comenzaron a vivir juntos, era cariñoso, amable, educado, apenas habían discutido en años. Era todo lo que ella había buscado, hasta aquel terrible día en que recibió la llamada del Instituto, fue el momento más doloroso de su vida. Sonó el timbre y el corazón le dio un vuelco, abrió, entró la policía y sacó de su sueño a la fiera que dormitaba en el sofá como el ser más inocente, poniéndole las esposas y sacándolo a empellones, ya que estaba aún medio dormido. Curiosamente, no mostró sorpresa, no preguntó, ni siquiera la miró. Ella sintió que la tierra se abría bajo sus pies, subió a buscar a su hija que la esperaba aterrada, fundiéndose las dos en un abrazo, a pesar del dolor que le producían las llagas, aun recientes, de los cigarrillos apagados en su piel, y el hijo que llevaba en su vientre se estremeció aliviado.

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