Matar, ya no es cristiano

Bien está, pero ¿cuándo asumirá también que la mujer merece la misma dignidad que el hombre?

Tras muchos siglos de predicación contraria, la Iglesia del papa Francisco asume en 2018 que matar, no es una opción cristiana. Y modifica el artículo 2267 de su Catecismo. El texto anterior expresaba que «la enseñanza tradicional de la Iglesia no excluye, (..) el recurso a la pena de muerte, si ésta fuera el único camino posible…». Hoy ese mismo precepto proclama que «la pena de muerte es inadmisible, porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona». Una innovación, empero, nada pacífica para algunos católicos estadounidenses, que conviven con la ejecución de humanos con parecido reparo moral al que tenía el verdugo de Berlanga. Sin embargo, a la mayoría le parece una reforma necesaria, aunque quizá insuficiente, en la inextricable convivencia ?infernal, si atendemos mentideros mediáticos? entre el papa y la curia vaticana, dos realidades factuales no solo distintas sino a menudo, malenfrentadas. Ancladas durante siglos, ambas, al sesgo bíblico de la condena y crucifixión de Jesús, un referente tan ostentoso que acaso justificara que la pena capital haya convivido incrustada en el catecismo cristiano, o sea formando parte de su instrucción catequista, a pesar de su abolición hace décadas en toda Europa y que hoy solo siga vigente en países peculiares, como Arabia, China o EEUU. Un sesgo tradicionalista, pues, anacrónico respecto a la cultura europea, con cierto hálito progrefóbico, que asombra poco si se constata que el Vaticano es hoy, para sofoco y perplejidad de muchos cristianos, de los Estados menos comprometidos del mundo a la hora de suscribir convenios en defensa de los Derechos Humanos. Por detrás, incluso, de Cuba o Ruanda, según el profesor J. Mª Castillo (Iglesia y Derechos Humanos). ¿Y eso, por qué? Porque de firmar tales convenios, se obligaría a modificar los códigos canónicos, obsoletos, que le prohíben respetar institucionalmente principios, tan básicos, como la igualdad de género, entre hombre y mujer. Así que cuando lamenta la falta de vocaciones y el galopante despego religioso de los jóvenes, tal vez no se esté viendo que el problema provenga de una práctica, intoxicada de ranciedad, que produce descrédito por su inmovilismo ético ante el clamor social de lograr un mundo más justo y racional. Bien está, pues, que se reniegue de la pena de muerte, pero ¿cuándo se asumirá también, que la mujer merece la misma dignidad que el hombre?

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