Subrayaba el pasado domingo el poder destructivo de la mezquindad. Indiqué entonces que éste crece exponencialmente cuando tal conducta se convierte en colectiva. Y es que, por una parte, su toxicidad aumenta en proporción al poder de quien encuentra en ella un código de relación aceptable; y, por otra, suele florecer en ideologías cerradas, supremacistas, estúpidamente adanistas a la hora de mutilar la realidad hasta encajarla en sus presupuestos ideológicos. Si uno de sus efectos inevitables es la ceguera ante el sentir ajeno, no resulta complicado que ésta se acoja como un expediente adecuado y útil para opacar ideas, disidencias o sufrimientos. Así, no es de extrañar -señala Soto Antaki- que los ismos, todos, los nacionalismos, los colonialismos y los fanatismos, como estructuras de reforzamiento tribal e identitario, sean extremadamente propensos a la mezquindad. El pueblo, ya convertido en masa, ha de transitar por los caminos de la ortodoxia. Será ella la que decida qué ilumina y qué oscurece, administrará en su provecho los límites de la generosidad y transmutará, si le conviene, lo mezquino en cabal.

Entronizada como virtud pública, la mezquindad, colindante con la venganza, impondrá poco a poco la dictadura de la habladuría y de la insidia. Alentada por perversos y tontos útiles, será capaz -escribe Juan Manuel De Prada- "de atribuir los móviles más rastreros a los actos más generosos, capaz de ensuciar los impulsos más limpios con suspicacias sórdidas".

Reproduzco un párrafo magistralmente lúcido del propio De Prada: "La mezquindad -nos dice- prefiere el derribo a la construcción, la discontinuidad a la tradición […], el menosprecio al reconocimiento". La mezquindad, añade, "descree de toda forma de colaboración cordial y se refugia en la capillita, en la camarilla, en la tribu, donde la concentración de egoísmos se disfraza de fraternidad y de instinto solidario".

¿Les suena de algo el método? ¿No es eso lo que ahora nos ocurre? De aquella mezquindad menor de los orígenes hemos desembocado en el desastre de una sociedad infectada, colosalmente mezquina, manejada por titiriteros que hacen de ella instrumento de dominación y aglutinante eficaz de sus utopías. Soberbios, ignorantes y resentidos mezquinan hoy el futuro de una España abierta, dialogante y democrática. Combatirlos con todas nuestras fuerzas, más allá de un imperativo ético, empieza a ser un acto de pura supervivencia.

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