Munira despierta

Más de veinticinco años, sin conciencia del curso del tiempo, hasta agarrarse a la mano de un hijo

Más de un cuarto de siglo es tiempo suficiente para que el recuerdo olvide detalles prescindibles y a la vez preserve acontecimientos relevantes, sea en la vida propia o en la del común. Verdad es también que la memoria juega malas pasadas cuando cuesta poner en el almanaque de los años muchas de las cosas que hoy parecen ordinarias o de siempre, porque están incorporadas a los hábitos, a los recursos, a los desenvolvimiento cotidianos. Si bien, dentro de otro puñado de años, la obsolescencia hará que si acaso se recuerden como mercancía caducada, de un tiempo pretérito, aunque en este resultaran un avance sorprendente. Esto es así cuando, en condiciones más o menos normales, la memoria hace archivo del tiempo vivido para guardarlo en los anaqueles del recuerdo. Cuestión distinta a la de pasar más de veinticinco años en estado vegetativo, sin consciencia del curso del tiempo, con todos sus variopintos atributos, y despertarse de pronto tras tan largo hiato, desde el inicio de los noventa del pasado siglo a estos días posmodernos del ya menos lozano siglo XXI. En 1991, las resoluciones del azar -también se tienen como veredictos del destino e incluso desenlaces de la predeterminación- hicieron que un autobús escolar se llevará por delante el coche en el que viajaba Munira Abdulla. Como la colisión se veía venir, el instinto de supervivencia hizo que la madre abrazara con fuerza a su hijo, de cuatro años, en el asiento trasero del coche. Una vez rescatados, Munira sufría muy graves heridas cerebrales y Omar Webair, su hijo, solo ligeras y leves contusiones. Desde entonces, la madre ha estado hospitalizada o en residencias de mayores, casi desahuciada por un síndrome de conciencia mínima que no auguraba posibilidad de mejora alguna, salvo la alimentación por sonda y constantes ejercicios de rehabilitación. Su hijo, sin embargo, no perdió la esperanza en estas casi tres décadas y, desde pequeño, caminaba varios kilómetros para visitar a su madre en distintos lugares de los Emiratos Árabes. El príncipe heredero, al conocer esta situación, se hizo cargo de un tratamiento en Alemania, hace dos años, que ha permitido a Munira sentarse en una silla de ruedas, responder a preguntas de la familia, mantener conversaciones sencillas y, porque han quedado a salvo del olvido, recitar algunos versos del Corán. Agarrarse a la mano de su hijo, sin embargo, es el puente que salva la honda quiebra del tiempo.

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