Naranjas

Pronto en los árboles más tempranos florecerá el 'azzahár' y sabremos que ya está aquí la bendita primavera

Dicen las crónicas que las abundantes lluvias de antes del verano han hecho que casi se doble la producción de naranjas en los cuarenta mil árboles de la especie -algo bueno tuvo la década de los setenta, cuando comenzaron a multiplicarse y extenderse por los barrios- que le dan a la ciudad, como a otras del levante o el mediodía, un aspecto característico, familiar para sus habitantes pero de un exotismo sorprendente para quienes llegados de latitudes menos afortunadas no saben del esplendor de los cítricos en los aledaños de la cuenca mediterránea. Ya hablamos aquí del maravilloso libro donde Helena Attlee recontó la historia de Italia a través de las vicisitudes de unos frutales que llegaron a Europa en distintas oleadas, siendo así que las fechas relativas a la geografía transalpina son casi exactamente aplicables a la nuestra dado que ambas tuvieron, tras la caída del Imperio de Occidente, evoluciones paralelas, especialmente en el sur donde el islam sucedió a la doble dominación germánica y bizantina. Fueron los árabes los que introdujeron las naranjas -la Antigüedad clásica sólo había conocido las cidras, identificadas con las legendarias "manzanas de oro" del árbol de las Hespérides- y la variedad amarga aún hoy mayoritaria en los entornos urbanos pasó por única durante toda la Edad Media, pues no sería hasta el XVI cuando los navegantes portugueses importaron las "naranjas de la China", dulces como la ambrosía y -más incluso que la miel, que casa tan bien con ellas- verdadero alimento de los dioses. Su nombre, aunque tomado del sánscrito, no es indoeuropeo, pero procede del mismo subcontinente que se disputa con otras zonas del sudeste asiático el privilegio de haber albergado al ancestro común del que vienen también los limones, los pomelos, las limas, las mandarinas. De todos los frutos que debemos a la dadivosa tierra, tal vez sea la naranja, nuestro preferido, el más estimulante, y parece un milagro que una cosa tan deliciosa sea tan asequible. Los propios árboles, aun mermados por causa de la poda excesiva, tienen el efecto de transfigurar, dándoles frescura, intimidad y un punto de misterio, las calles donde su mera presencia remedia la fealdad del asfalto o los crueles desaguisados del caserío. Vemos estos días cómo los operarios municipales recogen la excepcional cosecha del año, que según es fama se empleará para hacer la mermelada que toman los ingleses en el desayuno, y es grato respirar el olor de las que quedan esparcidas en el suelo, amontonadas en los alcorques o desventadas por las patadas de los niños. Pronto en los más tempranos florecerá el azzahár y sabremos que ya está aquí la bendita primavera.

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