Comunicación (im)perinente

Francisco García Marcos

Narcos

El juez Causanilles, presidente del Supremo, estaba inquieto. Parecía indemne al gris plomizo con el que arrancaba, ya sí, el invierno, deambulando de un lado a otro de la puerta del penal, frotándose maquinalmente las manos, atusándose el pelo, ajustándose el nudo de la corbata, una y otra vez. Finalmente sonó el chirrido de la verja abriéndose. Se acercó con premura hasta ella para recibir a José El Chisco, el patriarca del mayor clan de narcos del país, absuelto tras unos cuantos meses de espera. Le presentó sus más sentidas excusas, le aseguró que no volvería a ocurrir de ninguna de las maneras, que él en persona se encargaría de que fuera así. El Chisco no se dignó a mirarlo ni tan siquiera, con la vista puesta al frente, sonriente cuando uno de sus hijos aparcó un Bentley recién estrenado y salió a recibirlo. Mientras subía al automóvil, sin dejar de darle la espalda, se limitó a decirle que se lo pensaría. El magistrado se lo agradeció tartamudeando. De camino hacia su palacio, su hijo lo puso al día de los negocios. Todo seguía en orden, como si no hubiera pasado unos meses en la cárcel. El Chisco miraba el paisaje con indiferencia, sabedor de que su mano era capaz de mover cualquier hilo, grande o pequeño, dentro o fuera de cualquier lugar. Inspiró con satisfacción cuando, por fin, se sentó en su trono. Solo allí se sentía realmente cómodo, con sus pistoleros apostados en la entrada, dejando que su vista se perdiese en las pieles de camellos traidores que colgaban del artesonado del techo. Su hijo se acercó al oído para anunciarle que su majestad Insípido VI, el sucesor de Campechano I, le había pedido audiencia para presentarle sus respetos. El Chisco puso cara de fastidio. Después de esos días, únicamente le apetecía comerse un buen pollo campero, echarse una siestecita y marcarse unos bolos con cráneos de yonquis en su salón de juegos. De hecho, había quedado con la presidenta del mayor banco del país y, por su puesto, con su íntimo Arcadio, una de las grandes fortunas del mundo.

Estaba visto que no le iban a dar un respiro. De nuevo apareció su hijo en la sala. El presidente del gobierno y el cardenal primado habían llegado con la misma intención. Los ojos de El Chisco se inyectaron en sangre. Estaba tan iracundo que mandó arrancarle las uñas a unas mulas que retenía en las mazmorras. Habían sido tan ingenuas que habían intentado sisarle parte de una carga, precisamente a él. Pero en eso escuchó detenerse unas aspas en su helipuerto que le cambiaron el humor. Mejor era ni molestarse por la morralla. Mandó poner una cuchara más en la mesa para su invitada. A los otros los despidió. Hasta que se recuperase no habría audiencias, cuando él lo estimase oportuno, sine die.

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