La tapia del manicomio

Nenúfares y caléndulas

Nos acechan estas melancólicas reflexiones cuando uno tiene une conformarse con escenarios modestos por el encierro

En estos momentos de poca -o más bien nula- vida social se hace difícil entonar una poesía modernista a lo Rubén Darío. Con lo bien que suenan…, pero imaginar "que púberes canéforas te ofrenden el acanto" es como pensar en compartir una copa de vino (o dos) con unos amigos en la barra de un bar o como querer ver una película en un cine. Pensar en una familia de esbeltos cisnes, surcando estanques extáticos cercados de humildes caléndulas y en los que flotan espléndidos nenúfares (flores tan citadas por nuestro Villaespesa a pesar de que no las había visto nunca), es imposible desde un balcón o una terraza minúscula.

Nos acechan estas melancólicas reflexiones cuando uno tiene une conformarse con escenarios modestos durante el encierro. Hace falta cierta amplitud de luces para adaptarse a lo que hay y, siguiendo con la metáfora de la poesía modernista, olvidar los lujosos versos alejandrinos para ocuparse de los humildes y familiares octosílabos del romance. Igualmente, en la tele no procede ver películas de Fellini, sino de Ingmar Bergman o Woody Allen, que se adaptan mejor al electrodoméstico del cuarto de estar. Es una forma adecuada y conveniente de entender las cosas sin amargarse demasiado. Un ejemplo: el otro día vimos -cada uno en su casa, claro-, la película Casanova de Fellini. Como en todas sus películas, Fellini requiere que la pantalla sea como para el antiguo cinemascope o el no menos anciano tod-dao que decían que se veía en tres dimensiones, hace, al menos, cuarenta años. Eso, si se aspira a pillar la mayoría de los detalles importantes. Cuando empezó la tele a enseñorearse de nuestro tiempo de ocio le decíamos "la pequeña pantalla". Ahora que el consumo de cine se hace muy mayoritariamente en la pantalla del móvil, la de la tele parece gigante cuando, además, ya no son aquellos aparatos de 19 pulgadas y pantalla negra. En cualquier caso, la tele y con más motivo el móvil, solo sirven para un escenario donde dos personas se explican (?) su incomunicación, uno frente a otro, bien en la orilla de una playa desolada y con el mar agitado, bien en un apartamento en Manhattan. Pero habrá que apañarse.

Moraleja: hay que tomarse las cosa como vienen, que las apetencias por ver una película a toda pantalla y chatear con vino en vez de con los móviles podremos satisfacerlas dentro de un par de meses. O tres. Y, como dice un viejo refrán: hambre que espera hartura no es hambre ninguna.

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