Abrió los ojos perturbado, casi no sentía las manos, las tenía entumecidas. El frío era glacial en aquel paisaje blanco y desierto, que parecía haber sido engullido por la nieve ocultándolo bajo un tapiz suave y helado. Los troncos de los arboles habían desaparecido en su parte más baja, sus ramas amenazaban con derrumbarse bajo su peso, y las calles habían desaparecido por completo. Por un momento pensó que se había perdido en algún remoto lugar de la sierra que bordeaba el pueblo, aunque reconocía con toda seguridad la esbelta torre de la Iglesia que sobresalía como una inmensa espada sobre los tejados de las casas. Unas columnas de humo tan blanco como todo cuanto abarcaba su vista, se elevaban desde las chimeneas, que despuntaban recortadas sobre el cielo encapotado. Desde niño estaba acostumbrado a aquellos fríos y largos inviernos, en los que con frecuencia nevaba obligando a sus vecinos a encerrarse en sus casas durante varias jornadas, hasta que volvía a salir el sol y los hombres quitaban la nieve de los tejados, limpiando y abriendo paso por sus calles hasta hacerlas transitables. Eran días felices para los chiquillos, que encerrados en sus casas sin poder acudir al colegio, se dedicaban a corretear por las habitaciones jugando al escondite, y a los dados, a las canicas, o a las cartas, imitando a los mayores que también mataban el tiempo en aquellas largas veladas, tomando algún licor acompañado de una buena fuente de palomitas de maíz, rosetas como las llamaban en su infancia. Ahora echaba de menos a toda aquella gente que rememoraba, en la calle donde vivía desde que nació ya no quedaba nadie, sus vecinos se fueron yendo poco a poco, y los que se quedaron, hacía mucho tiempo que reposaban en el lugar más tranquilo y apacible de pueblo, en aquel bello cementerio rodeado de almendros en flor, en el que precisamente en esta época crecían los narcisos de invierno, saliendo como espadas florecidas entre la tierra húmeda que serpenteaba entre la viejas tumbas que salpicaban el suelo. Sin embargo este año pasado él había vuelto, e igual que él, algunos de sus coetáneos que huyeron con la intención de comerse el mundo muchos años atrás. Ya casi no había niños, y la edad media rondaría los sesenta, pero todos habían conocido mejor el mundo que se pensaban comer, y habían descubierto que quienes realmente estaban dotados de colmillos no eran precisamente ellos. Entró en la con la leña que había salido a buscar, avivó el fuego de la chimenea que se había apagado durante la noche y miró a su mujer sentada en aquel gran sillón, arrebujada en una manta escuchando a Bach, ella le miró con aire de niña traviesa, siempre le gustó jugar con el fuego, pero en su casa solo tuvieron calefacción, y la nieve era un terrible castigo en aquella ciudad fría e inhóspita en la que vivió, y de la que afortunadamente acababan de huir.

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