Ocio

Los regidores compiten a la hora de multiplicar la potencia lumínica y la megafonía desquiciada

Cada cual puede hacer lo que desee con su tiempo libre, un ámbito por definición personal en el que las autoridades, si no es para abrir bibliotecas o instalaciones deportivas, promover los espectáculos y diversiones públicas que no sean meramente comerciales o garantizar un uso razonable de los espacios comunes, no tendrían por qué inmiscuirse para nada. Por desgracia, lo hacen, de mil maneras arbitrarias o prescindibles que en los peores casos resultan, además de gravosas, molestas e invasivas. Ocurre cada año en las llamadas fiestas, ese periodo demasiado largo que ha venido a sustituir a los días en otro tiempo recogidos de la Navidad, cuando los inquietos munícipes, sobre todo en las ciudades que se han resignado a vincular su supervivencia económica al turismo, se sienten obligados a orquestar un cafarnaúm de actividades que contaminan el paisaje urbano con su absurdo derroche de luces, ruidos, arquitecturas efímeras e infalible mal gusto. En la plaza de al lado de casa, que de acuerdo con el grandilocuente discurso de los visionarios del progreso iba a ser el nuevo foro de la ciudad, aunque en la práctica suela acoger eventos más bien cochambrosos, el ayuntamiento ha permitido que se instale durante más de un mes una especie de poblado hiperbóreo donde hay gente que hace cola para ver un puñado de casetas espolvoreadas con nieve artificial, mientras suena, por supuesto, la habitual pachanga atronadora. Los niños van a jugar todos los días del año a esa plaza y es una delicia escuchar sus gritos y carreras de fondo, pero ahora, tras la ocupación de los imaginativos mercaderes, se ha convertido en un recinto acotado donde la empresa de turno hace caja merced a la cesión de un espacio que jamás debería privatizarse. No estamos solos, desde luego, pues por toda la geografía nacional los regidores compiten a la hora de multiplicar los fastos de cartón piedra, la potencia lumínica -parece que nos sobra la energía, aunque se insista en lo contrario- y la megafonía desquiciada. Y no se trata tampoco de desvaríos exclusivos de estas fechas. Las grandes aglomeraciones comerciales, los macroespectáculos al aire libre y todo lo relacionado con la industria del ocio, que tiene muy poco que ver con lo que entendemos por verdadera cultura, disfruta de una protección que ya quisiéramos para nosotros, los sufridos ciudadanos. El ocio, Catulo, no te conviene, se decía en muy otro sentido el poeta latino, pero nuestra época ha convertido el irónico consejo que el buen Cayo Valerio se daba a sí mismo en una maldición literal: no nos conviene, aunque la sobrellevemos con esforzada paciencia, tanta fantasía desbordada.

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