Olor a rancio, olor a Weimar

Y la experiencia confirma que lo que viene tras su quiebra no suele ser bueno ni pacífico

La Constitución de 1978 representó para España un hito de modernidad democrática análogo al que supuso en 1919 la Constitución de Weimar para Alemania. Una y otra consagraron derechos sociales y políticos nunca antes reconocidos, ni allí, ni aquí: desde el imperio de la ley a la libertad de expresión, prensa o reunión, pasando por la igualdad de género, el sufragio universal o los sindicatos. Todo un sistema de valores convalidado en el tiempo y aún vigente que brilló unos lustros en Alemania hasta que lo sofocó Hitler, y que en España, tras 40 años de amparo, presenta síntomas de fatiga patéticos por su semejanza con la deriva que permitió el líder nazi postularse como el gran salvador de todas las penurias alemanas: tentación que aquí tampoco falta quien la perjure. Una penosa frustración que el profesor E. D. Weitz desmenuza en «La Alemania de Weimar, presagio y tragedia» analizando las causas de aquella decadencia histórica. Todo un faro alertador porque como decía don Quijote «el camino de la verdad, es la historia (..) testigo de lo pasado y advertencia de lo por venir». Y es que Weimar ejemplifica el suicidio democrático que propiciaron unos dirigentes que magnificaban cada desencuentro como una cuestión de vida o muerte; que deslegitimaron el prestigio de las instituciones básicas del Estado, la Justicia y la Administración, lo que acabó contaminando su credibilidad; al no cesar ciertos colectivos altaneros de erosionar la unidad y los valores que suscitaron adhesión ciudadana, en su día mayoritaria, polarizando diferencias y sentires grupales o partidistas, desde supuestas supremacías étnicas o morales. ¿Les suena? Pues cuando este tipo de tensiones se convierten en rutinarias, la democracia, advierte Weitz, empieza a quedarse sin futuro. Porque no hay sistema que soporte que sus dirigentes, desde dentro, ridiculicen a la Monarquía y el Poder Judicial, a la oposición parlamentaria, a los empresarios, la Guardia Civil o la prensa crítica y hasta vindiquen banales crisis constituyentes, usando para ello los inmensos recursos que les facilita el propio sistema. Por eso Weimar nos avisa que la democracia es frágil y sus muchos detractores necios, pero peligrosos. Y la experiencia confirma que lo que viene tras su quiebra no suele ser bueno ni pacífico. Como no es bueno el olor de este país, de nuevo, a ranciedad politiquera. Olor que recuerda, ay, un poco a Weimar.

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