Opiniones y criterios

Lo que buscamos en la lectura son criterios analíticos, lógicos, armados con mayor o menor fortuna

En septiembre se reinician multitud de cursos sociales cíclicos: enseñanza, año judicial, liga de futbol, etc. También en prensa se intentan otros formatos y en mi caso, tras rechazar el director mi dimisión irrevocable de cada año, afronto un nuevo reto columnista: ofrecer otros casi cincuenta textos en esta sección tan vagamente llamada "opinión". Algo equívoco, sin duda, porque al publicar un texto no se trata solo ni tanto de opinar sobre lo que a uno le gusta, no le gusta, esté de acuerdo o desacuerdo, como de airear y compartir reflexiones ante un escenario de acceso público. Aunque en la práctica haya de todo: quien se limita a ver y juzgar (me gusta, no me gusta …) y quien aspira a sumar algún dato interlocutorio, nacido desde su ensimismamiento o que aborde alguna trifulca de interés socio mediático. Que es algo más complejo, pero acaso una condición basilar del arte columnista que justamente impone eso: ofrecer más que juicio, criterio, que no es lo mismo. Porque opinar, oiga, opinamos todos cada vez que hablamos, bien o mal, necia, emocional o sabiamente: es mera expresión de lo que uno siente, quiera o no quiera, porque sí o porque no, y punto. No tiene más mérito ni misterio. Pero el criterio, ay, se nutre de la capacidad de discernir y se revela como el fruto maduro de la inversión vital en estudio y experimentación: no es gratis ni llueve del cielo, brota del esfuerzo analítico sobre la cuestión elegida ya sea política, cultural o patafísica. Algo de interés, vaya. A muchos lectores, la verdad es que nos interesa poco (quizá entre cero y nada), saber cómo esté el ánimo del plumilla de turno, ni si es optimista o pesimista ante el mundo. Lo que buscamos en la lectura son criterios analíticos, lógicos, armados con mayor o menor fortuna, pero que eluciden sobre las cosas de la vida; que nos muestren argumentos coherentes para justificar la conclusión suscrita. No faltan, es verdad, pero tampoco sobran. Porque ya diagnosticó Ortega que uno de los déficits históricos de este país era la desidia de sus intelectuales a la hora de mojarse y aportar ciencia y sapiencia para el buen orden social; que nuestras elites solo aspiran al bienvivir y a jubilarse cuanto antes. Y por poco que me ataña tal alusión, rehúyo como puedo el vicio orteguiano y, en la precaria medida de mi capacidad, aquí vuelvo otro curso, listo para ofrecer más criterio que opiniones. A ver qué sale.

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