E L estreno de la La Peste, la serie de televisión ambientada en la Sevilla del siglo XVI, más allá de las usuales críticas, ha desencadenado una polémica en las redes que tiene que ver con un viejo tópico, presente siempre en el imaginario hispano: hablar andaluz, como lo hacen los protagonistas de la ficción referida, es hablar mal. Sobre todo cuando quien así se expresa no es el chistoso de turno, la chacha de la casa o la corte de secundarios que salpimientan el nudo de la trama. Ha habido quejas. Los castellanoparlantes ortodoxos dicen no entender nada y necesitar subtítulos con agobiada urgencia.

Ya extraña que extrañe que los andaluces hablen en andaluz. Pero tampoco es que asombre: se trata de un prejuicio secular que, les confieso, uno ha vivido en carne propia. Con quince años, tuve que cambiar mis amigables aulas gaditanas por otras, hostiles y madrileñas. El primer día en el que me tocó intervenir, aun haciéndolo, creo, con acierto, la carcajada que provocaron mis palabras fue unánime. El nuevo se comía sílabas, decapitaba eses y traducía a Julio César con el hilarante deje de Lola Flores.

Aquello, no lo niego, me dolió. Enseguida descubrí que únicamente me restaban tres opciones: la primera, despreciable, rendirme y enmascarar el sonido ínsito de mi alma; la segunda, tentadora, aprovechar el lance y convertirme en el bufón oficial del curso; la tercera, ardua pero digna, demostrarles a aquellos mesetarios que la inteligencia admite pronunciaciones diversas. Escogí esta última: a las dos semanas, yo, que hasta entonces no pasaba de alumno notable, me transformé en la lumbrera de la clase, en un empollón que, en su ininteligible jerga, les mojaba la oreja día sí y día también. Pronto ya nadie se reía. El jerezano de las palabras mutiladas sabía más que Lepe y se merecía y recibía el respeto consiguiente.

Jamás me desvié de aquella decisión. He sido catedrático andaluz que en andaluz disertó en cuantos foros fue requerido. Porque es el fondo, y no la forma, lo que advera argumentos y avala razones. Desde aquí animo a mis compatriotas a actuar con idéntico orgullo: somos como somos y a mucha honra; nuestro español es tan admisible como cualquier otro y nada añade o quita al valor intrínseco de nuestros discursos. Es lo que hay. Y el que no lo comprenda, que asuma sus ignorancias, modere su ridícula autoestima y vaya comprándose -existen algunos excelentes- el oportuno diccionario.

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