Palabras y verdades

La verdad, con sabia y clásica precisión, consiste en mostrar por las palabras y los hechos lo que es y no más ni menos

La amigabilidad y la amistad parecen recomendables para el buen gobierno. Así lo sostuvieron los filósofos de la Antigüedad y, por ello, en tales virtudes se educó a los príncipes, siglos después, porque resultaban convenientes para el buen ejercicio de sus potestades. La amistanza, en antigua denominación, guardaba relación directa con las palabras y las obras. Y Aristóteles, en alabanza del asimismo virtuoso término medio, llamaba amigables a los hombres que son de buena conversación. Esto es, no lisonjeros, que se muestran en las palabras "por muy placenteros y por muy blandos en sus dichos y sus hechos", ni misántropos, "a los que no les place vivir bien en buena compañía con los hombres". Ahora bien, se enseñaba a los príncipes y, por extensión, a los gobernantes, que las palabras y las obras sirven a decir y hacer verdad: "por las palabras y por las obras somos juzgados cuáles somos, verdaderos o mentirosos". De ahí la destacada virtud de la verdad en los dichos y en los hechos. Hace más de dos milenios, un prefecto de la provincia romana de Judea, Poncio Pilato, preguntó al Nazareno, cuya muerte abre el calendario de nuestra era, por la verdad. En este caso, se trataba de una cuestión trascendente. Pero Aristóteles, unos cuatro siglos antes, afirmó que la verdad consiste en mostrar por las palabras y por los hechos "lo que es y no más ni menos". Preciso y sabio criterio por el que debían ser instruidos los príncipes y juzgado su ejercicio. De modo que algunos no quieran negar de sí lo que es en ellos o, por el contrario, otorgarse mayores cosas de las que son en ellos. Tiene esto que ver con los alabamientos y los abajamientos. Reprimidos y refrenados deben ser los primeros y templados los segundos. Ya que el gobernante se engaña a sí mismo, además de a los gobernados, cuando cree o hace creer que vale o reúne más méritos de los que realmente tiene. Dice el filósofo, sin que le abandone la sabiduría, que "la alabanza de la boca propia envilece". Y recomienda que más conviene "ser verdaderos en sus dichos y en sus hechos y manifiestos y no encubiertos, no prometiendo a los hombres mayores cosas que les harán". La mentira, entonces, conduce o se encubre con la hipocresía y cuenta con la cooperación de los lisonjeros, que deben ser denostados por "mentirosos y alabadores falsos de los señores".

Las lecciones de los clásicos, por esto mismo, son intemporales y hogaño asisten con muy parecida aplicación a la de hace no pocos siglos.

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