Todos los días nos asalta el pecho una noticia donde observamos cómo el hombre, en su obstinada tarea de destruir todo lo que acontece a su alrededor, vuelve una vez más a enseñarnos las puertas del infierno. Comprendemos cómo todo es una farsa, cómo todo es una mentira hábilmente urdida para que nos deleitemos cómo se echa por tierra la belleza de la humanidad, cómo se dinamita un sentimiento tan bello e íntimo como es vivir. En esta ocasión, las mujeres que viven bajo el auspicio de la ONU en los campos de refugiados de Oriente Medio tienen que acceder a mantener relaciones sexuales si quieren acceder al pan, por ejemplo, de las ayudas humanitarias. Nos incitan a odiar los púlpitos -a no respetarnos a nosotros mismos-, a diferenciar entre los correcto y lo que no lo es, a incendiar centros de cultos, a blasfemar sus entrañas -nuestras entrañas-, a desafiar al poder, a no creer en dios -si es que alguna vez existió-, a dudar de la tradición, de las ideas y del ser y, sin embargo, sin darnos cuenta, nos dan muerte en los tejados. Apenas nos damos la vuelta, nos infringen el frío y áspero metal entre las vísceras, para quebrantarnos hasta el último suspiro de nuestra alma. Pan por sexo, es así. Así se reduce el sometimiento de las más íntimas estancias del ser al poder del hombre, a sus antojos, a su patriarcado trasnochado que tanta sangre inocente ha derramado a lo largo de los siglos y que no exhausto de ello, sigue con su hambre, con las mandíbulas abiertas de par en par, para morder, engullir y aniquilar a todo aquello que se interpone en su camino.

Ahora no son los países del Caribe los que están sobre el ojo del huracán. Son Siria y Jordania que se desangran sobre su piel. El padecimiento retorna y arrasa todas sus estancias, donde la mujer vuelve a estar en el centro de la barbarie, una vez más, explotada, humillada, desplazada, ultrajada, arrodillada ante el dios del lugar. Esta vez el precio del pan es quien se cierne sobre sus carnes. El precio de ese pan tiene nombre de mujer, como las espigas que lo inundan, pero esta vez el sabor amargo de la madrugada se cierra sobre el cielo de nuestro paladar, nos inunda de dolor proclamando que una vez más la hogaza amarga que nos echamos a la boca tiene nombre de mujer y cuando la tragamos, el dolor a través de nuestra garganta es como la muerte cuando se precipita sobre el pecho de un soldado y sus claveles degollados son los que van a morir al mar.

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