En septiembre de 2005, Ignacio Sotelo publicó un artículo en El País -Pensar por sí mismo- en el que consideraba que la principal tarea aún pendiente continuaba siendo la de lograr que cada vez un mayor número de personas fueran capaces de pensar por ellas, de desprenderse de esa minoría de edad que supone el acatar acríticamente lo que otros dictan. Señalaba allí Sotelo la absoluta incompetencia de nuestras instituciones educativas para enseñar a razonar y debatir, perpetuando así un modelo gregario, tan empobrecedor para el individuo y la colectividad como útil y cómodo para el poder. Hoy, quince años después, la situación, lejos de mejorar, empeora a marchas forzadas. Fenómenos como la criminalización del pasado, la tiranía de las redes o el totalitarismo puritano de la corrección política se expanden sin resistencia significativa. Disentir es ya un ejercicio de libertad francamente temerario, un acto, no pocas veces heroico, que se reprime con dureza. Sea por pasividad o por cobardía, tendemos a aceptar, ante las incógnitas que la vida nos plantea, las soluciones prefabricadas que arteramente nos ofertan.

Y sin embargo esto, que se nos vende como un colosal logro progresista, implica una enorme pérdida de democracia. Justamente tal criterio -la capacidad de los ciudadanos para pensar por sí mismos- fue conceptuado por la filósofa alemana Hannah Arendt, represaliada por el nazismo, como esencial para medir la calidad democrática de un Estado. No le faltaba razón: la polarización ideológica, el imperio de la consigna, el estúpido cierre de filas, la desatención con la que la opinión pública asume la hipertrofia de sus tragaderas son amenazas que, bajo el disfraz casi imperceptible de lo cotidiano, ponen en gravísimo riesgo nuestra convivencia plural.

Frente al peligro real de una creciente y alienante uniformidad, a cada cual le corresponde el compromiso revolucionario de no traicionar nuestros valores. Debemos seguir teniendo el coraje de decantar y manifestar nuestras convicciones, de formularnos nuestras propias preguntas y de hallar nuestras propias respuestas. Pensar por uno mismo no es sólo una exigencia a la que nos obliga la dignidad, sino la mejor aportación que podemos hacer al funcionamiento cabal de la sociedad.

A ello les convoco. Aunque únicamente sea, como observó Arendt, para no tener que volver el rostro con repugnancia cuando cada mañana lo veamos reflejado en el espejo.

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