Un característico aroma a vainilla, ralladura de limón y canela la sacó del ostracismo en que se hallaba inmersa, soltó el libro de las manos y se dirigió a la cocina. Allí bullían las ollas, las mujeres trajinaban sin parar, y los niños revoloteaban de un lado a otro colándose entre las piernas de sus madres, tías y abuelas. Era un tiempo eminentemente familiar, aunque lo que más le gustaba era porque no había cole, y sus primos jugaban con ella a los cromos, a las tabas o al elástico. Bueno, los niños desaparecían rápido con un balón entre las manos, dispuestos a imitar a sus ídolos del balompié. Se colocó tras las espaldas de su abuela Manuela, ella con toda la paciencia del mundo, movía sin cesar con una cuchara una masa blanquecina, que olía a gloria bendita. Sabía que, llegado al punto de cocción óptimo, lo echaría en una bandeja para que enfriase, y que después sería una fuente de deliciosa leche frita. Mil veces le preguntó cómo se hacía, y siempre obtuvo la misma respuesta: leche y harina, pero cuanta? le preguntaba ella, y la respuesta era un galimatías incomprensible: la que te pida!. Así que, con cara de póker se iba con la música a otra parte. En la gran mesa de mármol que centraba toda la atención de la cocina, estaba su madre, movía con sus manos enharinadas una gran bola de masa amarillenta, extendiéndola para después volver a unirla y así sucesivamente durante un tiempo que a ella se le hacía infinito. Con el paso de los años ya sabía a ciencia cierta que se trataba de la masa de los roscos de naranja. Otra de las recetas indescifrables, sabía los ingredientes, pero las proporciones eran "a ojo". En dos hermosas fuentes ribeteadas, humeaba el arroz con leche. Eran días en los que las casas se llenaban de aromas, agitación, juegos, y diversión para los niños. Por la tarde el bullicio llenaba las calles, los romanos con sus cascos de penachos, los Sanjuanistas y las hebreas, iban y venían entre risas y juegos los más pequeños, y con una seriedad propia de lo más sagrado, los mayores. Ensayaban las procesiones, y los actos religiosos. Las mujeres se afanaban en acabar a tiempo su tarea de alimentar a la tribu durante muchos días, sin tener que volver a entrar en las cocinas. Los potajes, los boladillos de bacalao, las ensaladillas rusas y las tortillas, llenaban las despensas, aunque lo que más le gustaba a ella era la leche frita y la libertad de la que disfrutaban esos días: no había normas, ni horario, las procesiones duraban horas, y los mayores estaba inmersos en la fiesta religiosa, así que ellos campaban por sus respetos. Escuchó un sonido lejano: pom pom porropom pon pon.., saltó del sillón, dejando el libro sobre la mesa, sacó la bandeja de pastas que había comprado en la pastelería, y en soledad, cerró los ojos mientras saboreaba los recuerdos en su memoria: "perdona a tu pueblo, Señor, perdona a tu pueblo, perdónalo señor" …..

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