De Gobiernos e Ínsulas

Gonzalo Alcoba Gutiérrez

Perros del espacio

En aquel erial en que las élites de vanguardia convirtieron a la "madre patria Rusia", se dilapidaron sueños preciosos

Aveces, en la literatura de hoy, cuesta distinguir entre la denuncia y el cinismo; era más fácil, desde luego, cuando leíamos a Orwell, a Huxley o a Bulgákov. No sé si recuerdan a aquel perro callejero sometido a experimento por un afanoso científico soviético, hasta hacerlo alcanzar (al perro, no al médico) la humanidad precisa que lo lleva a ser admitido como funcionario del Partido -la precisa, digo, ni una pizca más-. Bulgákov afronta el deterioro del homo sovieticus, que diría Alexievich, con macabro sarcasmo y muestra un mundo irrespirable, en que las energías reformadoras de la revolución desembocan en una insatisfacción opresiva (Corazón de Perro, Galaxia de Guttemberg, 2020). Attila Bartis, en un libro para no olvidar del que les hablaré dentro de unos días, cuenta que, después de que lo adelantaran una treintena de canes en el espacio exterior, el primer hombre en órbita, Yuri Gagarin, afirmó: "no sé si soy el primer hombre o el último perro que ha viajado al espacio".

En aquel inmenso erial en que las élites de vanguardia convirtieron a la "madre patria Rusia", se dilapidaron sueños preciosos con una indolencia espantosa; se inventó un idioma perfecto para el etiquetado de personas y no-personas; se inoculó el veneno de la apatía y el abatimiento. Por eso a Dovlátov le basta contar la historia de su familia en Los Nuestros; o a Solzhenitsy "filmar" la vida en el ala oncológica de un hospital (Pabellón de cáncer, Tusquets, 1993), para que uno sienta el frío y la soledad en los huesos y pueda imaginar a aquellos perros espaciales asignando destinos a cada vida humana.

Pero aquello terminó, salvo en algún parque temático del estalinismo que pervive, cruel y chusco hasta la náusea. Sin embargo, no me negarán que alguna vez han encontrado más de un sabueso ocupando puestos de dirección en empresas cotizadas, como si el científico arrepentido hubiera tropezado con la misma piedra en nuestro abrillantado mundo capitalista. Si no imaginan a un hombre sin presente recogiendo retales de su vida en una pared desnuda, sin más pretensión que recordar que ha sido humano, lean a Houllebecq (Serotonina, Anagrama, 2020). Ese hombre entre el gentío, que vaga agarrado a la química como si no hubiera nadie más sobre la tierra, conozca o no el comunismo, ha nacido aquí, entre nosotros, ahora. Hay un arte dispuesto a explicarlo, pero cuesta detenerse a escuchar.

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