Los sociólogos americanos, tan aficionados a graduar todo lo graduable, dieron por clasificar a los vivientes hoy, de entre 18 y 85 años, por generaciones nacidas cada dos décadas, convencidos de que el carácter generacional forjado bajo unos u otros hábitats es disímil, según los contextos sociológicos de cada generación, sometida a múltiples variables culturales propias de cada tiempo. Y no deja de ser curioso que los nacidos entre 1945 y 1965, que somos al cabo una generación privilegiada, denominada «baby boom» ?quizá la primera (y puede que la última), en milenios de historia que podamos llegar a vivir toda su vida, sin intervenir en una guerra ni sufrir las horribles miserias del matar o morir?, seamos, sin embargo, quienes encabecemos el ranking generacional de pesimistas irredentos, a la hora de vaticinar el negro porvenir que le espera a la humanidad, según el profesor S. Pinker (En defensa de la Ilustración).

Y puede que sea cierto. Pero puede también que más que pesimistas, seamos escépticos, que es una racional falta de fe, porque acoge un recelo, una duda útil, reaccionaria a veces, ante ese optimismo irreflexivo y despendolado de otras generaciones, más jóvenes y con menor perspectiva histórica de la estulticia humana, que los que padecimos, siquiera a rebufo, las fatigas de las últimas guerras europeas. Un escepticismo que se nutre, instintivamente, de una terca sensación de vivir cada día más acosados, entre necedades, inconsistencias y paradojas vitales inconciliables. Porque cómo es posible, (díganme cómo), conciliar optimistamente el estallido tecnológico que nos hará dioses (Homo Deus, dice Harari), cuando la realidad es que aún vivimos entre las mismas convenciones sociopolíticas y con similares prejuicios tribales de los sapiens de hace tres mil años; o acongojados por sobrevivir entre tecnologías invasivas y abrumados por el chaparrón de las mismas promesas políticas vacuas y pueriles que se corean desde hace miles de años. Y hay que estar ciego, como quizá colectivamente lo estemos, para vivir despreocupados y sin detectar cómo se extienden, cada vez más estandarizadas, las pasiones identitarias y el odio entre los de cada aquí y sus afueras. Y sobre todo, hay que ser un inconsciente, no un pesimista necio, para creer que son otros, y no cada uno de nosotros, los que corregirán tanto desvarío de los valores sociales que nos hicieron humanos.

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