Comunicación (im) pertinente

Francisco García Marcos

Piratas clásicos y modernos

Acostumbrado a los vaivenes tempestuosos de la mar, a Sir Francis Drake le resultaba sumamente costoso trepar por montañas escarpadas, máxime arrastrando una recua interminable de mulas. Había tenido la ocurrencia de entrar en Suiza desde Lustenau, en Austria, lo que acumulaba una fatiga insufrible antes de encarar el tramo decisivo de su viaje. Como la reina Elisabeth había encontrado nuevo inquilino para su cama, resultaba aconsejable poner a buen recaudo lo conseguido durante su exitosa carrera como pirata. Solo respiró al divisar la ciudad de Zúrich en la lejanía, arremolinada en torno a la cabeza de su lago, como el baluarte firme que era desde que los romanos fundaron allí la aduana de Turicum.

A lo lejos se distinguía la comisión de altos dignatarios dispuesta para recibirlo al pie de la imponente muralla. Nada más llegar, le dispensaron grandes honores y, de inmediato, lo condujeron hasta sus fastuosos aposentos. Pero Sir Francis Drake solo descansó cuando el cierre de la compuerta del banco garantizó que los frutos de su pirateo quedaban sellados, en el más absoluto de los secretos.

Algo debió transcender, no obstante, entre los grandes delincuentes que ha conocido la historia. Desde entonces, todos terminaron protegiéndose en Suiza. Allí confiaron sus fortunas generaciones y generaciones de piratas, de contrabandistas, de cuatreros, de expoliadores, de criminales varios, que han compartido el haber amasado suculentas cantidades de dinero por medios ilícitos. Las puertas de los bancos suizos se abrían para ellos, como unos brazos maternales, dispuestos para ampararlos sin distingos. Entre ellos convivieron fortunas judías huidas del III Reich junto a las amasadas por los nazis que intentaron exterminarlos. Tras cobijarlos en su seno, los brazos se cerraban, para convertirse en un hermético portón metálico, impenetrable e inexpugnable, contra el que se estrellaba cualquier intento por revelar esa trama, a pesar de ser pública y manifiesta.

Así ha perdurado hasta nuestros días. El pasado 2 de agosto la justicia suiza archivó por enésima vez las diligencias contra la fundación panameña de Juan Carlos I, un entramado acusado de blanquear la comisiones del Rey (D)Emérito por sus trapicheos árabes. La excusa para justificar tal decisión resulta, cuando menos, peregrina. La justicia suiza se ha desalentado antes de empezar, persuadida de que va a ser imposible recabar pruebas suficientes. Han preferido ni intentarlo.

Sir Francis Drake eligió bien; Suiza era el lugar.

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