Prehistórica actualidad

La necesidad de expresar, comunicar y trascender es innata al origen del ser humano

Estas vacaciones he tenido oportunidad de visitar alguno de los múltiples yacimientos prehistóricos que jalonan nuestra península. Resulta sobrecogedor admirar milenios de arte a golpe de linterna mientras el experimentado guía dramatiza sus explicaciones y muestra tesoros que, a fuerza de recorrerlos y velarlos, siente como suyos.

Investigaciones recientes demuestran que las primeras obras de arte rupestre corresponden no al Homo sapiens sapiens, nuestra especie, si no a un primo cercano, el Neanderthal. Las primeras pinturas (halladas hasta ahora) tienen la friolera de 65000 años. Ahí es nada. El Neanderthal ya sentía la necesidad de expresar, comunicar, organizar y, algo que me parece clave para entender nuestra psique, trascender.

Existen diferentes hipótesis que tratan de explicar la función del arte rupestre. La teoría más integradora señala que todas son ciertas y que las obras tenían objetivos diferentes en función del contexto social en el que se desarrollaban.

Así las escenas de caza tratarían de invocar a la fortuna en las cacerías de forma que estas se desarrollaran con abundantes piezas y en ausencia de accidentes. Las manos pintadas en negativo serían una suerte de firma, una escritura notarial de los pobladores de la cueva. Sin embargo las que me resultan más ilustrativas de cómo pensamos, aún hoy, los tataranietos digitalizados de aquellos cavernarios son las pinturas simbólicas y rituales.

Sabemos que a determinadas partes de la cueva solo tenían acceso los chamanes del grupo u hombres medicina. Esto, de por sí, ya es llamativo puesto que en estos núcleos sociales primitivos ya se atribuía a determinados individuos la capacidad de ser interlocutores de otra realidad. Estos chamanes improntaban su mundo con toda una constelación de símbolos que daban forma a una cosmogonía tremendamente rica. El mero hecho de construir estas alegorías ya implicaba una capacidad de abstracción igual, si no superior, a la que tenemos hoy día.

Por tanto, sin pretender usurpar el trabajo de antropólogos y arqueólogos, sí quiero incidir en la necesidad que tenemos los seres humanos de cultivar la trascendencia. Negarla es negar nuestro propio origen. Y adoctrinarla, en cualquiera de los dogmas que nos ofertan gentes amables de sonrisa y corbata, tal vez suponga un limitante corsé. Estoy seguro de cada uno tenemos nuestra íntima manera de trascender. Os animo a encontrarla.

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