Puchdemontre

Está aprovechando todos los vericuetos de una legislación ante la que escenifica su rechazo

El filósofo José Antonio Marina afirma en su reciente libro "Historia visual de la inteligencia" que "el mundo en el que viven los humanos no es la naturaleza, sino lo que ellos llaman Cultura, que es una mezcla de realidad y ficción, un conjunto de invenciones que influyen en su modo de pensar, de sentir y de actuar". Marina mezcla en el mismo saco a toda forma de cultura para expresarse así. Por matizarlo, diríamos que la Ciencia, el Pensamiento, e incluso el Arte, son parcelas que estudian y reflexionan racionalmente sobre la realidad, y que la fabulación, la narración mítica y religiosa, constituyen esa otra cultura, la tribal, que se abona en el sentimiento y conforma los aspectos identitarios grupales. Por ello, en el saco de la cultura caben el conocimiento sobre lo real y la fábula, pero son claramente diferentes. El problema hoy sobreviene cuando la cultura fabulada se impone sobre la científica-racional. Ello es detonante de toda involución, atraso e incluso violencia. El problema catalán es ejemplo palmario de una sociedad edificada sobre una mitología identitaria radical y destructiva. De un grupo -cada vez mayor- sofisticadamente adoctrinado por una élite gobernante durante décadas, con el objetivo de controlar el poder económico, político y judicial del territorio más desarrollado del Estado. El resultado es la creación de un monstruo ingobernable, que se revuelve contra sus propios creadores y que inicia un proceso de ruina para el conjunto de la sociedad. Un grupo así, que no vive en la realidad objetiva sino en el sentimentalismo exarcebado y narcisista de una identidad mitificada, sólo puede despertar ante el advenimiento de una desgracia que le afecte de forma directa, dura, y le haga despertar de su fiebre colectiva. El huido Puchdemontre, personaje por lo demás netamente tribal-español, de la picaresca del Siglo de Oro, es el individuo que representa, mejor que cualquier otro, la locura y ebriedad absurda del asunto catalán. Sujeto demenciado y pícaro a un tiempo, está aprovechando -para impedir que lo trinquen y de paso ridiculizar a sus perseguidores- todos los vericuetos de una legislación ante la que paradójicamente escenifica su rechazo. Es el impostor elevado a la enésima potencia, el tartufo que ha dejado en evidencia a los servicios de inteligencia del estado español. En Francia o Alemania, por ejemplo, este sinvergüenza habría corrido una muy diferente suerte desde el principio.

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