Quasimodo y los miserables

La desolación por el incendio de Notre Dame trae de la ficción a Quasimodo, su guardador más celoso

Cuando el infortunio o la desgracia se ceban singularmente, sea en la tragedia personal o en la catástrofe de una multitud, suele emplearse una fórmula solidaria para expresar la condolencia y el apoyo: "Todos somos…". Por eso, el incendio voraz que ha destrozado la catedral de Notre Dame, en París, lleva al "Todos somos Quasimodo", el campanero repudiado que consumía sus días en las aéreas, por más abiertas, estancias de la catedral; ágil, incluso jorobado, de moverse entre las techumbres y cubiertas que el lunes pasado se precipitaron después que la airosa y espigada aguja certificara con su caída la magnitud, real y simbólica, del siniestro. Contrahecho, Quasimodo, con un solo ojo, ya que tenía cerrado el otro por la deformidad de su cuerpo; sordo como una tapia por el sonido de las campanas con que vivía y hacía vivir. Así lo imaginó Víctor Hugo, sin que pensara entonces en su heroica muerte entre las llamas, sino junto a su amada Esmeralda, la primera y única persona que le manifestó bondad, después de asesinar al archidiácono que la entregó. Notre Dame y Quasimodo se confundían en una identidad cruzada, eran una misma cosa, en las páginas de Nuestra Señora de París. Y por eso la desolación, cuando se precipita una de las monumentales expresiones de esas otras identidades que nos vinculan, trae de la ficción el recuerdo de Quasimodo, refugiado en la catedral del desprecio de las gentes, pero su centinela y guardador más celoso. Escribió Víctor Hugo, también, una obra cimera del siglo XIX, Los miserables. Quasimodo lo era, como buena parte de la sociedad del escritor francés cuando compuso esta novela, pero por efecto de la pobreza, de la desdicha, del abatimiento o de la infelicidad. Que otros miserables, por ruines y canallas, los había asimismo antaño y buscan notoriedad hogaño, regurgitando en las redes sociales el vómito de sus desmanes. Ya por sectarismo -mal que puede prender, como un incendio, disposiciones violentas-, ya por odio alimentado de aversiones religiosas, o ya por esa vocación de pirómanos de las redes que no pocos cultivan con emporcado esmero. El incendio de Notre Dame, amén de desgraciado, puede ser un hito que mueva las conciencias como secuela. Que refuerce el valor de las identidades propias y el debido respeto a las ajenas, a salvo de la beligerancia. Que una y acerque en las causas mayores. Que reverdezca el ímpetu de sobreponerse y sortear la adversidad.

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