Con el cigarrillo entre sus dedos encallecidos, miraba absorto un punto indeterminado en la distancia, arrullado por el murmullo del agua de la acequia. Solo podía fumar allí, su mujer, como guardia pretoriana, se lo tenía prohibido, pero esos momentos eran sublimes, no se tragaba el humo, y solo tenerlo entre sus dedos le sosegaba. Ante sus ojos gastados la huerta llena de hortalizas se iba llenando de agua. Cuando sus hermanos decidieron marcharse a la ciudad, estuvo a punto de imitarlos, la tierra era muy esclava, se trabajaba duro, y no alcanzaba para comer. Muchos iban a Francia a la vendimia, pero el resistió: ni marchó a la ciudad, ni a Francia, destripó la tierra, diversificó sus cultivo, y sobrevivió. Pasaron malos tiempos, cosechas escasas, precios bajos, pero nunca le faltó el zurrache, el jamón, una morcilla, una mandarina o una manzana, y la luz del sol sobre su cabeza. No sufrió estrés, no corrió para llegar al trabajo, ni se endeudó para comprar un pequeño piso, desde el que no se podía escuchar la lluvia caer sobre la tierra, ni el murmullo del viento al mecer las hojas, o la salida de una luna llena enorme y roja. Sus hermanos volvieron los veranos en que sus hijos eran pequeños, después dejaron de hacerlo, le contaban sus viajes a otras ciudades, a otros países, y se alejaron de sus raíces, mientras él se afianzaba más en esa tierra oscura y frondosa. El hermano mayor se jubiló, y en una ciudad extraña, sin reconocer a sus propios hijos, a los que apenas veía, entregó su alma a Dios. Los hijos decidieron llevar sus restos a la tierra que lo vio nacer. El, a veces, antes de ir al huerto, le visitaba y compartía con él confidencias, como una forma de resarcirse de tantos años distanciados. Les faltó intimidad, y les sobró el asfalto de la tortuosa carretera que les separó durante décadas. Ni siquiera en los últimos años compartieron las horas sentados en los bancos de la plaza, donde los mayores se reunían a diario recordando viejos tiempos; eso les ayudaba a mantener la memoria viva, algo que no recuperó su hermano, que se fue de este mundo sin distinguir a la enfermera de su hija, ni a su mujer de la madre que perdió de niño. En el pueblo las estaciones se daban paso sin aspavientos, y sin darse cuenta se convirtió en aquel anciano que con su cigarrillo entre los dedos, observaba el agua discurrir por aquella acequia milenaria. Anochecía cuando entró en el pueblo, cambió su ruta para pasar por casa de su hermano, la puerta estaba abierta y al traspasar el umbral una voz desde su interior le llamó: tío, pasa, tengo un vino excelente y la carne humea en el fuego, ya envié el trabajo del día por internet, así que mañana iremos a preparar las colmenas a la sierra. Cruzó el salón y fue a reunirse con él en una gran cocina, en la que unos niños felices preparaban el Belén con las piezas de la abuela, las mismas con las que ellos antes lo hicieron.

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