Aún era noche cerrada, por las rendijas de las ventanas, cerradas a cal y canto, no entraba ni "una gota de luz". La habitación estaba sumida en la más absoluta oscuridad, como su propia vida. De repente una ráfaga de aire golpeó con violencia contra las paredes de la casa, los postigos de vieja madera comenzaron a gemir ante los embates del viento que arreciaba. No podía apreciarlo con la vista, pero sabía que venía cargado de tierra y polvo, como siempre. Pronto comenzó el ulular del aire cuando se encañonaba por las estrechas calles del pueblo, si es que se podía llamar así a aquel pequeño núcleo de viviendas arracimadas, construidas una y otra vez desde los escombros de las anteriores durante siglos. La vida, ya dura de por sí en aquel rincón olvidado de dios, en los últimos años se había convertido en un infierno. Su niñez la vivió entre la miseria más absoluta, la pérdida de toda su familia, cuyos miembros fueron cayendo paulatina y tempranamente por el desfiladero del trayecto que nos conduce al desbarrancadero. Unos perecieron víctimas de una bala perdida, otros de una granada de mano, de una violación o simplemente de ausencia de ganas de vivir. Cuando aún vivían sus padres, con unos cuatro o cinco años, le contaban historias bonitas de aquella tierra hoy maldita por la codicia y la maldad humana, celebraban fiestas, bodas y otras efemérides, en las que cantaban y bailaban hasta el día siguiente. Sacrificaban varios corderos, y toda la comunidad, compartía el feliz acontecimiento objeto de la fiesta. Ella no recordaba nada semejante, pronto perdió a sus padres, después a sus hermanos mayores y a sus tíos, y la pobreza era tal, que la mayor parte de los días se acostaba sin haber probado un bocado, apenas un té o dos a lo largo de la jornada. El miedo tenía paralizados a los pocos que quedaban, la mayoría huía antes de que unas tropas u otras invadieran la aldea. Unas veces llegaban los insurgentes, otras el ejército extranjero o el del propio país, pero en poco se diferenciaba para ellos que viniesen unos u otros, ninguno les quitó el hambre, las enfermedades que diezmaban a los que, como ella, no pudieron huir, ni el miedo que sentían al ver el polvo de sus vehículos cuando se acercaban. El hijo que llevaba en su vientre se agitó, como rebelándose contra el aciago futuro que presentía, aún dentro de su madre ya podía intuirlo, era una niña. En realidad las dos eran unas niñas, ella tenía apenas 14 años y la habían casado contra su voluntad con un soldado, al que conoció el día de la boda. Solo estuvo con él el día en que la violó, marchándose después, sin que volviese nunca. Escuchó el sonido de un motor y le dio un vuelco el corazón, abrió la ventana y comprobó que era un jeep, podía leer con nitidez: UN. Unas letras de un azul tan intenso como la esperanza de salir de aquel infierno afgano, las rescataban a las dos!

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