Romance de aldea

Si no eludimos la ominosa fascinación del particularismo, lo que le espera a Europa es parecerse a la propia Bélgica

Los alcaldes han llegado a Bruselas con la vara en alto, pregonando su distinción, su albedrío, su ser específico e inmaterial, de modo que Bruselas, con ser Bruselas, quizá se halle en trance de rendirse a esta hueste rural y ceremoniosa, que nos ha recordado, inevitablemente, no a la tropa feroz del duque de Alba, cuyo espectro aún vaga por el imaginario infantil de aquellas tierras, sino a aquella España dura y circunfleja, aquella España de interior, solanesca, enhiesta, rebañiega, que veíamos, no sin incredulidad, en las viejas películas de Paco Martínez Soria, y que llegaba a la capital, que asomaba al asfalto de vez en cuando, para dar fe de vida y reclamar lo suyo.

Entonces era la meseta contra el litoral, el páramo contra la vega, pero siempre había un agravio, un matiz, una lejana mancilla que sustentaba el odio de hogaño y la crueldad de ayer, renovada con cada generación y cada leva. Si uno se alegra de que la UE exista, si uno celebra la inhóspita grisalla de Bruselas, es precisamente porque aquella entraña mineral de los pueblos, aquella ferocidad neolítica que aún arrastramos y que nos empalidece el rostro ante la tribu adversa, viene filtrada y sojuzgada por un funcionariado distante, trasnacional y esquivo. La gran derrota de Puigdemont y los suyos, vale decir, de un ex president a la fuga y de ese doble centenar de munícipes que trae su hecho diferencial bajo la chaqueta es que muestran a lo vivo la necesidad y la urgencia de la UE. O dicho a la inversa, este breve desfile identitario, prestigiado de varas municipales, es el recordatorio de por qué existe la Unión Europea y contra quiénes, contra qué, se estatuyó su formidable trama legislativa.

Ya hay quien ha recordado, contra la alusión al franquismo de algún dignatario belga, la monstruosa ejecutoria de Leopoldo II en el Congo (quienes recuerden El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad ya saben a qué hechos nos referimos). Y sin embargo, el proyecto europeo nace de una precisa exigencia, que es también su única condición de posibilidad: la exigencia de orillar un pasado lleno de hostilidades como único medio de conquistar un futuro. Si esto no se da, si no eludimos la ominosa fascinación del particularismo, lo que le espera a Europa es parecerse a la propia Bélgica, escindida en dos mitades enemigas, o convertirse en la Bruselas de ayer, copada por lugareños tonantes, cada uno con su vara, y diciendo su "flor nueva de romances viejos".

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