DEL SATURNO CANIBAL

El hombre se devora a sí mismo; la esencia de su naturaleza es la violencia, la crueldad y la depredación

Supongo que ya se habrán enterado por los noticiarios; se cumplen ahora justo dos siglos de que el viejo Goya adquiriera en 1819 la célebre "Quinta del Sordo", una casa de campo a las afueras de Madrid, junto al Manzanares, donde, tras los arreglos correspondientes para habitarla en su premeditado alejamiento de la corte absolutista fernandina, se lanzó con frenesí a decorar sus paredes con las inmortales catorce obras conocidas como las "Pinturas Negras". De todas ellas, permanece en nuestro recuerdo, congelada, como una visión turbadora y pavorosa, la imagen del dios Saturno devorando a un pequeño ser humano, su propio hijo, mutilados ya su cabeza y brazos y chorreando sangre. El tema, asociado con la vejez del autor por muchos historiadores, no era nuevo para Goya. Existe en los fondos del Prado un dibujo también de su mano, anterior, quizá dos décadas, más terrorífico si cabe que el cuadro, en el que aparece el mismo personaje demoníaco de larga cabellera tragándose -esta vez- a dos escuálidos hombrecillos, al tiempo que nos mira de reojo con asesina satisfacción. Esta obsesión por el dios de la tradición grecorromana Cronos-Saturno, como símbolo de la irracionalidad del mundo y de la humanidad y, aún más, de la fuerzas mismas de la naturaleza en su parte más oscura y malvada, es grato a una tradición de estirpe medieval y que Goya recoge con una eficacia expresiva verdaderamente traumática y paroxística. El hombre se devora a sí mismo; la esencia de su naturaleza es la violencia, la crueldad y la depredación, que incluye a sus propios semejantes. Cronos-Saturno, temeroso de que sus propios hijos le destronen, se lanza con sadismo implacable a devorarlos vivos, en una performance caníbal verdaderamente espantosa. Pero Cronos es también el dios del tiempo. Y el tiempo tiene la virtud de acabar desvelando la verdad. Y la verdad no es otra que esta crueldad implacable, que esta depredación en modo perpetuo. Los mitos tienen la facultad de definirnos a la perfección -esa es su inquietante esencia- y, acabado el siglo de las luces, el veredicto goyesco no puede ser más desesperanzador. Dice Malraux que "Si el arte barroco tiene por objeto la majestad y el del XVIII busca el encanto, Goya descubre y vive de cerca el horror". Y como forma de representarlo con eficacia universalista, descubre que en el fondo de los mitos clásicos late la horrible tragedia del hombre desamparado.

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