Aquella mujer abatida, era la misma estampa de la Dolorosa. Sentada junto a la puerta cerrada de aquel lugar frío e impersonal, temblaba cada vez que se abría, no sabía qué hacer, las dudas y un cierto sentimiento de culpa la corroían, sin embargo sabía con toda certeza qué era lo que necesitaba. Había pasado años duros, enfrentándose en soledad a las terribles tempestades a que la sometió la vida. Cerraba los ojos y lo veía corriendo con su mochila sobre los hombros, tratando de llegar el primero a la escuela. Siempre alegre, con aquella mirada penetrante que hacía años se perdió con él, sumido en aquel abismo brumoso en el que vivía. Sus párpados se movieron nerviosos, en un intento vano de contener el mar de lágrimas que amenazaba con romper la barrera que las contenía. Cuando comenzaron los síntomas, jamás sospechó que tendría que afrontar aquel infierno en una soledad tan lacerante. Trató de capear el temporal que cada vez arreciaba con más fuerza, se dejó la vida en un intento vano de salvar a su hijo, pero las fuerzas acabaron por abandonarla y "la carne de su carne" progresaba hacia su propia destrucción, sin que ella pudiese evitarlo. Tocó a todas las puertas, y la respuesta fue siempre la misma: paciencia, fuerza, comprensión hacia su dolor, y vuelta a la terrible e impotente soledad del hogar. Con el tiempo se fue haciendo más débil, física y sicológicamente, mientras que él acumulaba fuerzas con mayor ferocidad, los episodios violentos se sucedían con más frecuencia, y ella pasó de ser un ángel protector, a una víctima propiciatoria, incapaz de defenderlo en su carrera hacia la destrucción. De aquel día conservaba un recuerdo borroso, aunque apenas habían transcurrido 48 horas. Los hechos ocurridos traspasaron todas las barreras, el corría con un cuchillo entre las manos, la mirada perdida, y una virulencia tal, que ella solo podía gritar exhausta, paralizada por el miedo. Algún vecino, alertado por los gritos desgarrados de la madre, había pedido ayuda. Pronto llegó una ambulancia, y entre dos hombres de fuerza hercúlea, lo redujeron, trasladándole hasta allí, hasta aquel lugar tan conocido por sus múltiples y efímeras visitas. Quizá sea la última vez que venimos, pensó, sus fuerzas se agotaban mientras su hijo hacía años que había perdido el brillo de sus ojos. Por un raro artificio, la sociedad no asumía el problema como una responsabilidad colectiva, ocultando entre las paredes de los hogares la tremenda realidad que se esconde tras las enfermedades mentales. La puerta se abrió con un chirriar de sus goznes, como un preludio del futuro que les aguardaba, del interior salió un hombre extremadamente delgado, con los ojos enrojecidos y aspecto cansado, buscando con avidez en la estancia hasta que la vio. Sus ojos se iluminaron, y aferrándose a su madre, la abrazó como si no fuese a haber un mañana.

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