Comunicación (im)perinente

Francisco García Marcos

Salvad al soldado Yuri

Podría haber empezado recordando que Yuri forma parte de una familia con arraigados servicios de armas, tanto al Ejército Rojo como a la posterior Fuerza Terrestre de Rusia, formada luego de la desintegración de la URSS. Habría sido inevitable recordar que sus mayores participaron en la toma de Majdanek en 1944, donde liberaron el primer campo de exterminio nazi, como que más tarde estuvieron detrás de la Operación Anádir para colocar misiles en Cuba y evitar un nuevo intento de invasión de la isla. Después vino la Guerra Fría y una larga lista de contribuciones militares, más allá de los uniformes y las banderas bajo las que sirvieron.

Esa opción, desde luego, habría subrayado lo paradójico de la figura de Yuri, un desertor en medio de tanto ancestro dedicado a la milicia. Pero, en el fondo, ocuparse de las genealogías castrenses sobre todo sería desvirtuar el trasfondo del asunto. Yuri simplemente es un joven ruso más. Como Nikita, Vladimir o Sergei, como tanto otros jóvenes rusos, todos ellos han salido huyendo de su país, sin más. Lo han hecho de todos los modos y por todos los caminos posibles. Han colapsado los vuelos internacionales y los trenes, han tomado vehículos e incluso bicicletas, han recurrido a cualquier medio hasta alcanzar una frontera, salir del país, alejarse de los fusiles y del combate bélico. Los que no han podido hacerlo, los que se han visto secuestrados en su propia tierra, han articulado algo que parecía impensable hace tan solo unos meses: una resistencia activa y efectiva contra un estado omnímodo, sustentado, entre otras cosas, en un temible e implacable régimen policial. Se trata, lisa y llanamente, de personas que no están dispuestas a combatir, que no experimentan una inquina voraz hacia los ucranianos y, sobre todo, que no están dispuestos a entregar sus vidas por guerras que orquestan los poderes políticos y económicos de este mundo que nos azota. Las llamadas patrióticas, las delirantes evocaciones nacionales, han caído en un vacío rotundo. Putin y el sector más exaltado de la Duma no predican en el desierto, pero sí en la tundra. Los jóvenes rusos han vuelto a demostrar que el nacionalismo es una enfermedad que brutaliza a los seres humanos, hasta el punto de llevarlos a matarse unos a otros. Negarse a seguir esa lógica, como en su día hicieron los norteamericanos que se opusieron a la guerra del Vietnam, constituye un ejemplo para el resto del mundo, la certificación de que los ejércitos de leva han perdido su sitio en Occidente y, ojalá, muy pronto en el resto del mundo.

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