Salvándonos a nosotros mismos

Este periodo oscuro del ser humano que nos han enseñado lo más banal y profano del hombre

Algunos, con el aire apresurándose entre las mandíbulas, han proclamado durante la pandemia: "Este soy yo. La isla indolente que sobre tus labios celebras. La victoria del naufragio, de la derrota, del abismo. La tormenta que siempre acaba arrasada sobre tu pecho". Fueron, son y serán muchos los que, en el carnet de identidad, en ese resquicio de íntima heredad que aún preside las sienes del ser, llevan grabado en la sangre, en su propio ADN, la generosidad como acto vital incuestionable. La generosidad como el único egoísmo legítimo que puede definir a una persona. Esa luz que ilumina la más absoluta oscuridad y que no sabemos que existe. Hasta que, un día, el mundo amenaza con volcar y, como un batallón desembarcando en las playas de Normandía, nos asalta, nos inunda las cuencas oculares, las arterias, la sangre y nos recorre el cuerpo como un loco tocando las puertas de una casa. No sólo son los aplausos que esas personas reciben por su valor, por el coraje y la dignidad con la que, con la inquebrantable voluntad de vencer, se dejan la vida por los demás, sino la conciencia que un mundo mejor es posible.

Este periodo oscuro del ser humano que nos han enseñado lo más banal y profano del hombre y que también ha sido condescendiente, enseñándonos el milagro al que nos puede convidar el mero hecho de ser humano, nos invitará a reflexionar. Eso es seguro. El que era bueno, seguirá profesando sus valores y principios; el que por el contrario era ya de por sí malo, seguirá blandiendo su ética y moral por encima de los demás mortales.

Muchos de los que hoy salen a los balcones a realizar su particular juicio de ética y buenos usos a golpe de cacerola, a pulso de tweet o post son los primeros que no han hecho absolutamente nada por una sociedad que se desangra, que se deshace. Con las neveras vacías, con el hambre coronando sus pechos, con sus hijos y sus boquitas de pan con leche implorando un mísero trozo de hogaza que llevarse a la boca. Así, mi querido lector, cuando vea unos señores que, confundidos entre el pueblo, proclamen las libertades y derechos de estos héroes, preguntadles dónde estaban ellos cuando más se les necesitaba.

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