EL atentado frustrado el día de Navidad a bordo de un avión de la compañía estadounidense Delta -operando un vuelo de su filial Northwest- que viajaba de Amsterdam a Detroit ha vuelto a comprometer la seguridad aérea en todo el planeta. Desde los trágicos atentados del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos, las normas de seguridad aérea se endurecieron de manera que volar -o más bien el protocolo para hacerlo- nunca ha vuelto a ser exactamente lo mismo. Todo el que haya viajado en avión en estos ocho años habrá sufrido alguna vez controles exhaustivos, que obligan a despojarse de zapatos, cinturones y cualquier otra prenda que pueda activar un detector. Desde 2006, además, millones de envases de líquidos de todo tipo, en su mayoría de uso higiénico, se han quedado en tierra mientras su dueño viajaba. Y quizás sólo porque el tamaño superaba el máximo permitido, incluso aunque éste no estuviese lleno. Todo en aras de la seguridad, tras comprobarse que un grupo radical pretendía hacer estallar aeronaves usando líquidos explosivos. Es el precio para buscar la garantía de que ningún fanático podrá usar un medio de transporte clave en la sociedad actual como un arma letal; capaz de derruir, total o parcialmente, símbolos financieros, políticos o militares causando miles de muertos. Pues bien, el pasado viernes toda esa seguridad quedó en entredicho. Un ciudadano nigeriano, que no aparecía en las listas de Agencia de Seguridad en el Transporte estadounidense como sospechoso de actividades terroristas pero sí en otros informes del Gobierno de Washington, que además le vinculan a Al Qaeda, logró moverse por tres continentes tras burlar un control en Lagos (Nigeria) y hacer escala en Amsterdam (Holanda), donde no está acreditado que fuese registrado. Sólo el fallo del detonador que llevaba adosado a su pierna, junto con un líquido explosivo, y el arrojo de un grupo de pasajeros y miembros de la tripulación que lograron reducirlo, evitó una tragedia de efectos devastadores. El suceso nos retrotrae a la realidad de que hay radicales dispuestos a todo y que por eso es necesario someterse a controles a veces insufribles. Pero resulta aterrador que ese peaje siga sin servir para nada.

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