La esquina

José Aguilar

jaguilar@grupojoly.com

Silencio e impunidad de los curas abusadores

La política de tolerancia cero con los abusos sexuales que se abre paso gracias al papa Francisco no libra a la Iglesia católica del ominoso fardo de la culpa por los pecados del pasado. El fardo reaparece una y otra vez, y no retrata, ensombrece y golpea tanto a los abusadores de entonces -la mayoría, muertos o retirados- como a la institución que los cobijó, encubrió y protegió. Como en el caso de la red de pederastia investigada en Pensilvania (Estados Unidos), igual que antes en Australia, México y la diócesis también norteamericana de Boston. La de la película Spotlight.

Lo de Pensilvania se puede describir con dos verbos infrecuentes conjugados en presente: espeluzna y escalofría. Por sus cifras, por su contenido y por su contexto. Un gran jurado ha documentado, en 1.300 páginas, los abusos sexuales a más de mil menores por parte de trescientos religiosos durante setenta años. Revela la existencia y actividades de un círculo de sacerdotes depredadores que compartían víctimas, prácticas de violencia y sadismo. La lectura de algunas de estas prácticas, que ya serían llamativas si estuvieran protagonizadas por adultos libres, resulta vomitiva por la consciencia de que sus actores pasivos son niños y adolescentes con la voluntad anulada o mediatizada.

Porque ésa es una de las claves del escándalo: los agresores estaban destruyendo la inocencia y la dignidad de los chicos y chicas prevaliéndose de su influjo y ascendencia sobre ellos y sus padres como hombres de Dios y vehículos de fe y fraternidad. Unos canallas de mucho cuidado, vamos. Los pedófilos organizados hasta tenían un manual de instrucciones para ocultar la verdad de sus crímenes, como hablar de "contactos inapropiados" en lugar de violaciones, no explicar el auténtico motivo del traslado de los curas más reincidentes, sino atribuirlo a fatiga o baja médica y, sobre todo, no decir nada a la Policía.

Y ésa es la otra clave. La que añade ignominia al horror y suma complicidad institucional y colectiva al delito. Porque es que lo que hicieron estos agresores son delitos penados con cárcel en todos los países civilizados. Que han quedado impunes por el manto de silencio que se ha tejido, hasta los últimos años, en torno a estas conductas criminales. A los curas cuyos abusos ya no se podían ignorar los trasladaban a otras parroquias o colegios, extendiendo así, sin querer, el mal que llevaban dentro. A las víctimas, con la vida destrozada por aquéllos en quienes más confiaban y traumatizados por el dolor y, a menudo, por el sentimiento de culpa, las forzaban a callar y sufrir.

¡Qué lejos toda esta podredumbre de la frase de Jesucristo que recuerdo más o menos así: "Lo que hicisteis a alguno de estos pequeños, a mí me lo hicisteis". Amén.

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