República de las Letras

Soldaditos de plomo

Aquel bien tan querido devino en anónimo objeto de reventa en una tienda de segunda mano

En una tienda de cosas de segunda mano venden una colección de soldaditos de plomo. Son tres vitrinas que, a razón de diez por leja -los conté-, diez lejas cada vitrina, hacen un total aproximado de 300 figuras. Cuestan 5 euros cada una. La colección consta de soldados franceses, ingleses y prusianos de la época napoleónica, tanto de infantería como de caballería y artillería, con sus correspondientes banderas y estandartes, cañones de diversos calibres, caballos, mulas, carros, etc. Se detallan los uniformes y grados militares, y se agrupan por baterías, pelotones, escuadrones… Toda una obra de arte. Me pregunto quién habrá reunido semejante colección y cuánto tiempo le habrá llevado. Me pregunto también, contemplando toda esa belleza en miniatura, cuánto esfuerzo, tiempo y dinero le habrá costado reunirla. Y, dando por hecho que el ser humano es coleccionador por naturaleza y tiende a reservar un discreto rincón a todo aquello que le gusta, le llena el espíritu o le satisface en su innata tendencia al arte, me pregunto, sobre todo, por qué, en cierto momento de la Vida, después de tanto afán, el coleccionista se ha deshecho de su apreciada colección.

O quizá no fue él. Creo que quien se dedica a coleccionar objetos de su agrado, que le proporcionan un bienestar de la índole que sea en su contemplación, en su posesión, no se deshace de su obra por propia voluntad fácilmente. Quién sabe. Igual fue una gran oportunidad económica. Porque, a partir de cierta edad, uno empieza a valorar más a las personas que a las cosas. La psicología del viejo le lleva a ir desvinculándose poco a poco de la inmediatez, de lo social, de los amigos, y acercarse más a la familia, al entorno inmediato, a lo importante por encima de lo superfluo, a lo real por encima de lo deseable o lo supuesto o lo establecido. Y quizá a este coleccionista le pareció finalmente superflua aquella colección de soldaditos, por bella que fuese.

O, más prosaico, lo mismo al morirse el coleccionista sus herederos no disponían de sitio en sus pisos y se deshicieron de las figuras por un precio que para nada equivalía al esfuerzo empleado en reunirlas. Y así, aquel bien tan querido para él devino en anónimo objeto de venta y reventa en una tienda de segunda mano, trasunto de una pasión intransferible a los sucesores.

Me pregunto qué será de mis libros, de mis obras, de nuestros álbumes de fotos. Tempus fugit.

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