Eran otros tiempos. El fútbol todavía no se había convertido en un negocio. Y los pueblos eran más o menos prósperos según la categoría en la que militaran sus equipos. Al comienzo de la década de los ochenta vine al mundo y recuerdo que mis primeros pasos fueron sobre el terreno de juego del Jerónimo Rodríguez, feudo y bastión de una escuadra que por aquel entonces se antojaba invencible. El Benahadux, un pueblo de menos de tres mil habitantes, cautivó a los seguidores del fútbol modesto de nuestra provincia y venían a disfrutar de sus memorables partidos desde la capital y otros municipios de la comarca. Su juego, tan vistoso como alegre, deleitó durante varias temporadas a los aficionados almerienses al balompié, lo que propició que los integrantes de aquella legendaria plantilla se fueran incorporando a conjuntos de mayor calado y recompensa. Y en aquel campo de tierra, como la mayoría de los que había antes, disfrutaba los domingos viendo a mi padre marcar. Pero lo que más me gustaba era subirme al marcador del fondo norte y anotar el tanto en el casillero. A veces se anulaban por fuera de juego y seguía la tablita con el número equivocado. Eso sí que era un privilegio al alcance de pocos. Hoy la tecnología no lo permitiría y mucho menos la pandemia. Eran otros tiempos.
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