Tarde sin WhatsApp

Unas horas sin mensajería o comunicación informática producen sensaciones opuestas ante sus efectos

El lunes pasado, durante varias horas, un fallo tecnológico, que afectó a dos redes sociales y una aplicación de mensajería telefónica, pudo alterar la enredada normalidad de medio mundo. Que se convierta en una repentina crisis mundial la caída de WhatsApp, de Facebook y de Instagram, da cuenta de la influencia de las gigantescas corporaciones tecnológicas, pero también de su pasmosa vulnerabilidad. Y de nuevas patologías o trastornos del comportamiento que tienen bastante que ver con ello. La nomofobia afecta, en este caso, a quienes temen perder la comunicación a través de los teléfonos inteligentes -no pocas veces lo parecen bastante más que sus usuarios-. De ahí que, ante la suspensión inesperada del servicio, aparezcan comportamientos compulsivos como el de comprobar, frenéticamente, si se recupera la conexión. El miedo irracional a no disponer o a que no esté operativo el "smartphone" conturba a una mayúscula legión de personas en extremo dependientes de las zonas de cobertura y de la batería, que revisan una y otra vez, sin sosiego, la pantalla del teléfono y se destemplan por la dolorosa orfandad de no recibir notificaciones de contactos.

Por eso la tarde del pasado lunes tuvo una doble y opuesta sensación. Participó, en algún modo, de la distopía, toda vez que la alienación, los condicionamientos de la personalidad derivados de las redes tecnológicas, se hacía presente con una interrupción general que no resultaba liberadora, sino limitante. En definitiva, la aceptación general e incuestionable de modos de comunicación, relación, tráfico y tratamiento de datos, a través de sistemas tecnológicos concentrados en tres o cuatro corporaciones empresariales mundiales. La impresión opuesta, sin embargo, resultaba algo arcádica, pero no inocente o ingenua. El discurrir de unas horas vespertinas no sometidas a la fruición de los mensajes. Esos que, con frecuencia, anuncian lo que se sabe, lo cotidiano, como si estuvieran adelantando una sorpresa novedosa. De modo que no se lamenta la incomunicación ni constriñe el aislamiento, sino que asisten las bondades del tiempo desenredado. Así, la relación se hace más propia de la expectativa, sin necesidad de transcribirla, ni de hacerla más alicorta, con un puñado de caracteres que buscan la aceptación de los emoticonos. Horas distópicas o arcádicas, las de esa tarde, hasta que la normalidad recompuso el estado de las cosas tan sorpresivamente vulnerable.

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