El viernes se cumplió medio milenio de la caída de Tenochtitlán, la antigua ciudad de México, cuando ya era muerto Moctezuma. Un siglo antes, Venecia había celebrado su primer milenario (Venezuela se llamará así porque sus habitantes vivían sobre el agua, como una en una Venecia en miniatura), siendo lo cierto que la Nueva España de Cortés, y en suma, el Nuevo Mundo con que se cierra el siglo XV y se abre el XVI, serán la causa inmediata del declive comercial de la Serenísima. Este cambio del Mediterráneo por el Atlántico no es sino una de las novedades con que se estrena el mundo moderno. La más importante, quizá, sea ese encuentro, vivido desde la trepidación y el asombro, con el que dos civilizaciones descubrirán la existencia del otro, de lo inconcebible, cruzado el Mare Tenebrarum.

Ya en el XIX, la novelista cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda (de cuya ardiente correspondencia amatoria nos da noticia Fernando Iwasaki en Sevilla, sin mapa, felizmente reeditado), ya en la medianera del Ochocientos, repito, doña Gertrudis publicará su Guatimozin, último emperador de México, donde dramatiza la violencia, la épica y el infortunio que acompañaron a aquellos hechos excepcionales. Unos hechos que podemos conocer por lo menudo gracias a la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo, cuya importancia, histórica y literaria, no podemos sino encarecer aquí. Recordemos, por otra parte, que Bernal Díaz del Castillo es compañero de armas de Cortés, y que escribe esta colosal crónica de la Nueva España para desmentir las acusaciones de violencia tanto de López de Gomara, cronista del Carlos V, como de Bartolomé de las Casas, que serán quienes reciban mayor crédito y difusión. No obstante lo cual, si queremos conocer la astucia de Cortés, la cautelosa grandeza de Moctezuma, las hostilidades tribales de las que se benefició la menguada tropa española; si queremos descubrir la intensa fascinación mutua, rayana en el terror sagrado, con que ambos contendientes se admiraron, hay que leer a Díaz del Castillo.

Por él sabemos que Moctezuma dilató su inevitable encuentro con Cortés mediante numerosas embajadas, que traían, junto a la amenaza, el obsequio. En una de ellas, Montezuma le envió al cacique Quintalbor, tan sumamente parecido a Cortés, que como tal se le apodó en el campamento. Es en esta irónica muestra de poder donde quizá se halle una cifra escondida de aquellos hechos: dos hombres idénticos, separados por sus dioses, y unidos por la extrañeza del mundo.

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