A Son de Mar

Inmaculada Urán / Javier FornieLes

Terrazas y azoteas

El encierro involuntario ha venido así a devolvernos las azoteas, lo más mediterráneo de nuestras vidas

Cambian con los días las sensaciones. Para los que no salimos salvo para buscar un contenedor, antes del cambio de hora teníamos la extraña sensación de estar en Navidad. Las calles desiertas, cierta prisa en la gente y las casas iluminadas despertaban la mala conciencia y recordaban esos momentos en los que uno llegaba tarde a la convocatoria familiar.

Con el cambio de hora hay luz y la sensación es otra. Solo los gatos se mueven a sus anchas por las calles solitarias, un tanto perplejos en sus nuevos dominios. Y es como si se hubiese producido un intercambio de hábitats entre especies. Los gatos dejan las azoteas y las cubiertas de los edificios se pueblan de gente que pasea en fila india, que simula jugar al golf, o de niños que juegan con la pelota. Y, a lo lejos, los más activos deben hacer gimnasia con una música que no acertamos a escuchar o se han vuelto locos agitándose como bacantes. Las horas trascurren lentas y en cualquier terraza el zumbido de un motor o el vuelo de una paloma se convierten en una novedad que seguimos fascinados. Las tardes se alargan y da tiempo para examinar las tejas del vecino, el óxido de las antenas, los desconchones en las paredes o esa infinita variedad de batas y pijamas que ahora uno puede admirar. Por las mañanas o en esas tardes los afortunados pueden contemplar la belleza que recorre en silencio la ciudad: el sol naranja del amanecer o la luna llena sobre los edificios. El encierro involuntario ha venido así a devolvernos las azoteas, lo más mediterráneo de nuestras vidas. Había que haber vivido en otros lugares para apreciar, como Valente, el espectáculo de las nubes incendiadas sobre la Alcazaba. O haber pasado muchos años fuera como Agustín Gómez Arcos. Refugiado en París, publicó allí novelas reconocidas y disfrutó de la experiencia de no tener que luchar con la censura. Con la democracia, Gómez Arcos contaba el cuidado con que preparó el viaje de regreso. Durante el camino le explicaba a su compañero cómo era Almería, una ciudad de casas bajas, con terrados llenos de vida. Al llegar, se encontró con los edificios modernos del Paseo, enmudeció y decidió volverse. Tardaría varios años en asimilar que la ciudad de su memoria había desaparecido para siempre. De vivir estos días quizás tuviera la sensación de que esa ciudad, en algunos barrios, volvía a renacer.

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