Creo que no existe peor sensación que la de tragar saliva y que no atraviese la garganta por la congoja que padeces en ese instante. Lo viví una vez y el episodio me dejó marcado. Fue cuando mi tía me pidió que le dijera a su hija menor que ya no volvería a ver a su padre nunca más. Falleció tras varias semanas en la UCI intentando recuperarse de un ictus. La cría acababa de hacer la Comunión y recuerdo que solo acerté a decirle que se había ido, que lo mantuviera siempre vivo en su recuerdo, pero que no lo esperase más. Fui tan crudo como la propia realidad exigía, no le hablé de metáforas ni de intangibles. La niña, -¡qué coraje el suyo!-, se me abrazó y me dio las gracias. Aquel día rompió mi corazón en pedazos, alguno de los cuales creo que todavía no se han recompuesto. Aún hoy casi cada noche, antes de conciliar el sueño, me asalta aquel momento, vívido y perdurable en mi memoria, y solo acierto a rezar un Padre Nuestro y un Ave María sin saber explicarme muy bien por qué.

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