Trump y la infección de la democracia

Trump es un estornudo, el síntoma de una infección que lentamente envenena a la democracia

Acostumbrados a las fantasías de Hollywood, las imágenes de una turbamulta asaltando el Capitolio de Washington a la fuerza tenían que removernos en nuestros cómodos asientos: ese país en el que el Presidente tiene el poder de los Dioses no puede haber caído tan bajo si no es porque alguien haya convertido a sus ciudadanos en zombis. Inmediatamente, los sesudos analistas han vuelto a sacar a pasear la idea del discurso populista y su milagrosa capacidad de seducir, deslumbrar, embaucar y privar de voluntad a las masas. Mal favor nos hacemos si seguimos creyéndonos la cantinela de que las palabras son encantamientos y aquelarres las soflamas de un loco. Es lo primero que enseño en mis clases: la Retórica no es magia negra ni vudú, sino un conjunto de técnicas de comunicación.

La verborrea de Trump (trabajo me cuesta considerarla discurso) nos parece a muchos un conjunto de asertos inmorales que no caben en ninguna cabeza sensata. En consecuencia, nos preguntamos en qué asignatura de Hogwarts le enseñaron ese maleficio y ahí patinamos. Un discurso tiene siempre un grado de credibilidad que puede ser mínimo (se percibe que el orador o el tema son inaceptables), medio (se cree que tanto un mensaje como su contrario tienen la misma fuerza) o máximo (el orador y su público están de acuerdo en todo). Los grados de credibilidad van calando entre los receptores del discurso y, poco a poco, van moldeando el conjunto de opiniones previas en las que se basa la aceptación o el rechazo de las palabras.

Han sido décadas de machacar la educación hasta vaciarla de contenidos; de transmitir a la vez que quien la sigue la consigue y que no hay más futuro que un salario miserable; de confundir a la sociedad sumergiéndola en guerras de banderías que solo benefician a quienes viven de ellas; de primar la valía sobre los valores, el éxito sobre los principios y la fama sobre la respetabilidad. Trump es un estornudo, el síntoma de una infección que lentamente envenena a la democracia y lleva a muchas personas a refugiarse en el culto de la desesperanza. Sin herramientas intelectuales, sin defensa frente a la demagogia, sin referencias éticas ni morales, la razón adquiere una credibilidad mínima y lo irracional se vuelve aceptable y razonable. Por mucho que quieran sonarse las narices, la infección sigue ahí: la vacuna contra el virus del populismo no son las palabras, sino los hechos.

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