Turista vulgaris

El hambre es muy mala; nunca hubiera pensado que fuese tan fácil domesticar a estas especies

De muy niño solía ir con mis padres y hermano a la Sierra de Cazorla durante el verano; apenas estábamos dos o tres días, pero recuerdo vivamente el encuentro con la naturaleza. Entonces aquellos parajes no tenían aún la declaración de Parque Natural y apenas existía el turismo; estaba el camping de Coto Ríos y alguna pensión en los pueblos. La ilusión principal era poder ver algún animal en su medio natural; mi padre conducía con mucha atención y todos esperábamos que un venado o un gamo cruzaran la polvorienta calzada. Las más de las veces nos contentábamos con ver las cabezas disecadas de la Torre del Vinagre y asunto arreglado. El caso es que más de treinta años después he vuelto por allí, esta vez en compañía de mi mujer y mi hijo, hace unos días. Y he podido comprobar que -Don Hilarión dixit- los tiempos adelantan que es una barbaridad. Como en "Parque Jurásico", junto a un nutrido grupo de -como nosotros- turistas incautos, nos sentamos en un trenecito que se adentró en las profundidades boscosas de la sierra; al poco tiempo, como una exhalación, cientos de animales en manadas, ciervos, muflones, cabras, gamos e incluso algún jabalí despistado, bajaban en dirección a nuestro vehículo. El conductor paró el convoy y comenzó a lanzarles comida; ante nuestros ojos atónitos miles de criaturas pugnaban por comer el grano del suelo. El hambre es muy mala; nunca hubiera pensado que fuese tan fácil domesticar a estas especies. Cuando volvíamos, ya de noche, por a carretera que va desde el pantano del Tranco hasta Quesada atravesando la sierra, junto a varios de los muchísimos hoteles rurales que jalonan el breve trayecto, tuve más visiones alucinantes. Una manada de gamos entraba -por la puerta de atrás- al recinto ajardinado de un hotel y, un poco más adelante, a las puertas de otro establecimiento, tuvimos que frenar casi en seco para no arrollar a un grupo de personas que, en medio de la oscuridad, daban de comer a varios jabalies recién llegados. Pensé entonces en las confianzas que el oso Yogui había desarrollado con los turistas, para constatar que toda realidad siempre es susceptible de superar a la más descabellada ficción. Y poniéndome en el lado de los animales, reconocí la sabiduría de la naturaleza y sus procesos de adaptación: allí había un nuevo equilibrio natural, tramitado por vía de urgencia, que incluía a una nueva especie, aparecida de súbito y en masa, el turista vulgaris.

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