Veinte

Lo bueno es que nuestra generación ya tuvo su 'crack'. Lo malo es que nada hace pensar que no pueda repetirse

Aún no hemos logrado enterarnos de cuándo empiezan y terminan exactamente las décadas, pero así a ojo mañana habrán pasado cien años, quién lo diría, desde que se inauguró el famoso tiempo de aquellos otros veinte, los llamados locos o felices que desde luego, pese al jazz y las vanguardias y las pérgolas y el tenis, no lo fueron para todo el mundo. Cuando en adelante nos refiramos a ellos tendremos que precisar que aludimos a los anteriores, aunque de hecho todo lo relacionado con el siglo pasado parece a estas alturas del milenio -dos veces veinte es cifra extraña e inverosímil, como referida a una humanidad póstuma- igualmente lejano. Los pronósticos no permiten augurar que la nueva década vaya a ser una época alegre y desenfadada, como dicen que lo fue, sobre todo en la próspera Norteamérica de la posguerra mundial, pero también en el bullicioso París internacional de los années folles, la que tantas veces han reflejado el cine o la literatura, con esa capacidad que tienen las buenas ficciones para construir imaginarios sentimentales -las aventuras iconoclastas, los hermosos y malditos, la fiesta que no acaba o acaba en tragedia- incorporados a las experiencias como recuerdos no vividos, tanto o más concernientes que los propios. Las radios, los teléfonos y los gramófonos de baquelita o aquellos elegantes automóviles de delicadas formas curvilíneas, venerables antiguallas de la modernidad efervescente, se han convertido en iconos de unos años -los roaring twenties- que muchos soñaron como renovada belle époque, aunque las luces no ocultaran el reverso sombrío. Vivimos hoy en un mundo muy distinto y a la vez no tanto. Todos los paralelismos que han propuesto los analistas entre nuestra realidad contemporánea y la vertiginosa e inestable edad de entreguerras, por otra parte la del ascenso de las ideologías tóxicas que alumbraron las peores tiranías que se recuerdan, parecen en el fondo un poco forzados, pero es innegable que junto a la fiebre nacionalista, similar a una dolencia nunca superada que permaneciera en estado latente, han vuelto a la actualidad los viejos discursos del odio, las consignas desfasadas, las veleidades autoritarias y cierta propensión liberticida. Porque también entonces convivieron una flexibilidad nunca antes vista en materia de costumbres con la impugnación de quienes estaban decididos a hacer limpieza. Al contrario que en las imágenes anteriores a la Gran Guerra, que parecen de una edad remotísima, en las de los felices veinte reconocemos algo así como un aire de familia. Lo bueno es que nuestra generación ya tuvo su crack. Lo malo es que nada hace pensar que no pueda repetirse.

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