Un día cualquiera de enero de 1985 me topé de bruces con la muerte. Apenas tenía cuatro añillos pero mi madre decidió que tanto mi hermano menor como yo debíamos despedirnos de su padre, mi abuelo Gregorio, que ya agonizaba en su dormitorio de un cáncer de pulmón galopante. Obviamente mi madre no sabría que a esa edad los niños somos esponjas y aquella tarde se me quedó grabada a fuego. No por el desmejorado aspecto de la persona de la que había heredado el nombre, que rezumaba paz y tranquilidad asumiendo su cercano adiós, sino porque la faz de la muerte estaba reflejada en el rostro de sus hijos, presentes alrededor de la cama. Ese ambiente de profunda tristeza por la pérdida inminente me impresionó mucho. Pero en lugar de traumatizarme generó en mi persona justo el efecto inverso. Desde entonces, siendo un renacuajo sin la conciencia todavía formada, supe con claridad que la vida no era eterna y había que disfrutarla a diario, sin prisa ni pausa. Eso procuro inculcarle ahora a mis hijos.

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