Violencia puritana

Velázquez anticipó el modelo erótico de la mujer contemporánea, delgada y voluptuosa a un tiempo

En la mañana del 10 de marzo de 1914, la sufragista Mary Richardson entró en la National Gallery de Londres y se situó frente a la Venus del espejo de Velázquez. Sacó un hacha de carnicero y, tras hacer añicos el cristal que protegía el cuadro, asestó varias cuchilladas al cuerpo desnudo de la diosa. Tras ser arrestada, declaró que su intención era provocar una llamada de atención de gran efecto en pro de la causa política que exigía el voto para las mujeres. Más tarde, sincerándose aún más, declaró a los medios que, en el fondo, había escogido ese cuadro porque sentía asco y repulsa cuando, en sus visitas al museo, veía siempre a hombres contemplando lúbrica y embelesadamente aquel desnudo de mujer, tan sensualmente pintado por Velázquez sólo para el deleite morboso de miradas masculinas. Y en efecto, ese cuadro, acaso el más magistral desnudo de la historia del arte europeo, se enmarca en la tradición veneciana de pinturas eróticas que, con la excusa del tema mitológico, presentaban siempre provocadores y sexuales desnudos femeninos, ofrecidos para el voyeurismo de hombres muy poderosos, fuesen reyes, nobles o cardenales. Pero a diferencia de sus predecesores -Tiziano, Veronés o Rubens, que pintaron adiposas mujeres-, Velázquez anticipó el modelo erótico de la mujer contemporánea, delgada y voluptuosa a un tiempo, alta y de perfectas proporciones. Quizá por eso nos sigue fascinando aún hoy, por su enorme belleza estética y… erótica. Por eso fue el blanco iracundo escogido por la sufragista. Tanto entonces como ahora, el hembrismo más radical -ese que tanto daño hace al feminismo- odia profundamente al hombre y siente verdaderas náuseas ante el placer erótico o sexual que éste experimenta cuando se sitúa frente a una mujer bella o fetichistamente presentada ante sus ojos. Y por eso también, este feminismo radicalizado se caracteriza por un puritanismo feroz, que detesta el erotismo del cuerpo, demonizándolo, y pretende vestirlo con atuendos lo más monacales y lo menos insinuantes posibles. Para eso han acuñado un concepto falso -por inexistente- que tacha de "objeto" a la mujer -o al hombre- que se presenta ante sus posibles amantes como un animal sexual, tentador y apetecible. Olvidan que no hay cosa más natural -y animal- que la sexualidad, y que sin provocación erótica esta no existiría. Y de paso se sitúan en la tradición más putrefacta de la censura puritana occidental, esa que de boquilla tanto critican desde su impostado santuario de progresismo.

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